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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XIX Partida. --Jornada a Yalahau. --Camino pedregoso. --Llegada al puerto. --El mar. --Apariencia del pueblo. --Puente. --Ojos de agua. --Piratas. --Escasez de ramón. --El Castillo. --Su guarnición. --Don Vicente Albino. --Un incidente. --Arreglos para un viaje por la costa. --Embarque. --La canoa llamada "El Sol". --Objetos del viaje. --Punta Mosquito. --Punta Francesa. --Un pescador indio. --Cabo Catoche. --El primer punto de desembarco de los españoles. --Isla del Contoy. --Pájaros marinos. --Isla Mujeres. --Lafitte. --Pesca de una tortuga. --Variedad de tortugas. Isla de Kancum. --Punta de Nizuc. --Tiburones. --Mosquitos. --Bahía de San Miguel. --Isla de Cozumel. --Rancho establecido por el pirata Molas. --Don Vicente Albino. --Mr George Fisher. --Aspecto pirático de la isla. --Un pozo. --Plantío de algodón. --Paseo a lo largo de las orillas del mar El lunes 4 de abril nos despedimos de nuestro buen cura, y pusímonos en marcha para el nuevo punto de nuestro destino: el puerto de Yalahau. Vime obligado a precipitar nuestro viaje hacia la costa. El camino era solitario, áspero, cubierto enteramente de una capa de piedras rotas y puntiagudas, que fatigaban mucho y hacían vacilar a nuestros caballos. Hacía un calor desesperante: nada alcanzaba nuestra vista sino el estrecho y escabroso sendero que teníamos por delante, en el cual tropezábamos a cada paso, admirábanos, sin embargo, de que una superficie tan pedregosa pudiese sostener una vegetación tan exuberante.

En la tarde del tercer día de marcha nos fuimos aproximando al puerto. Al llegar a una legua de distancia de él, desembocamos en una llanura baja y pantanosa, a cuya extremidad descollaba un bosque de cocoteros, único objeto que aparecía sobre la superficie del terreno, y que indicaba y ocultaba a un mismo tiempo el puertecillo de Yalahau. Por fin, el camino fue a dar sobre un calzada, húmeda y resbalosa a la sazón, sembrada de agujeros y grietas, y en algunos puntos completamente inundada. A cada lado había una especie de arroyo, y en la planicie inmediata aparecían grandes estanques o lagunajos de agua. Con una satisfacción indecible, acaso la mayor que hubiésemos experimentado en todo nuestro viaje, hubimos por fin de llegar al puerto, y después de una larga ausencia volvimos a las riberas del mar. El pueblo consistía en una larga calle de pocas cabañas, elevado a pocos pies sobre el nivel de las aguas del mar. Al pasar por dicha calle, por la primera vez en todo nuestro viaje por el país tuvimos que cruzar por un puente echado sobre un riachuelo: con un buen corriental de agua a la vista sobre nuestra izquierda. Los caballos parecían tan sorprendidos como nosotros, y nos costó mucho trabajo obligarlos a pasar por el puente. En la orilla del mar había otro ojo de agua espumeante al alcance de las olas. Dirigímonos a la casa de don Juan Bautista, para quien el cura de Chemax nos había dado una carta de introducción; pero aquel señor se hallaba en su rancho.

Su casa y otra más eran los únicos edificios de piedra que había allí y los materiales los había sacado de las ruinas de Zuza (?), existentes en su rancho distante dos leguas por la costa. Retrocedimos por el pueblo hasta una casa perteneciente a nuestro amigo el cura, mejor que ninguna otra, si se exceptúan las dos de piedra, y en una situación más bella que la de éstas. Hallábase en la orilla misma del mar, y tan cerca de éste, que las olas habían socavado el terraplén que tenía por delante; pero el interior se hallaba en muy buen estado, y una mujer era la que estaba en posesión de ella. Estábamos a punto de entrar en negociaciones con la buena mujer a fin de ocupar solamente una parte de la casa; pero doquiera que nos presentábamos aparecíamos como el terror del bello sexo, y antes de haber formulado nuestras indicaciones abandonó la casa y nos dejó en quieta y pacífica posesión de ella. En una hora nos arranchamos completamente; y a la noche nos sentamos a la puerta a contemplar el mar; las ondas venían rodando casi hasta nuestros pies, y el doctor se encontró con un nuevo campo abierto a sus investigaciones en las bandadas de grandes pájaros marinos que corrían en la playa o volaban por sobre nuestras cabezas. En nuestro viaje hacia la costa habíamos entrado en una región de un interés tan vivo como nuevo. En el camino habíamos oído hablar de piratas antiguos, que tenían pequeños ranchos de azúcar, y, aunque disfrutaban de la peor reputación, eran de hecho muy respetados y se les consideraba con cierta especie de compasión, como a hombres que habían sido desgraciados en sus negocios.

Nos hallábamos a la sazón en el foco de sus operaciones. No hace muchos años que las costas de la isla de Cuba y del vecino continente estaban todavía infestadas de pandillas de desesperados, enemigos comunes del género humano, y condenados a la horca y a ser fusilados sin forma de juicio en dondequiera que fuesen cogidos. Frescos están en la memoria de muchos ciertos cuentos horribles de piraterías y asesinatos, que hielan la sangre de pavor. Todavía repite el marinero esos cuentos o los escucha con terror, y en aquellos tiempos de rapiña y de sangre este puerto era famoso como lugar de reunión de esos salteadores marítimos. Desde él se obtiene una vista de muchas leguas y de todos los buques que pasan entre Cuba y la tierra firme: un prolongado bajo se extiende hasta muchas millas de la costa, de esa manera, si se presentaba un buque de fuerza superior con el cual no podían medirse, lanzábanse los piratas en las sinuosidades de la costa, y, si hasta allí eran perseguidos, ocultábanse en lo interior. Las presas que se hacían y se traían a la playa consumíanse en el fuego y en estrepitosas orgías: los doblones, según nos dijo uno de los habitantes, abundaban tanto entonces como los medios hoy en día. La prodigalidad de los piratas atrajo a ese sitio muchas gentes, que, aprovechándose de aquellas mal adquiridas ganancias, vinieron a identificarse con ellos prevaleciendo allí las leyes piráticas. Inmediatamente que llegamos fueron a vernos muchas personas, algunas de las cuales permanecían silenciosas e incomunicativas respecto de las asociaciones históricas de aquel sitio; pero luego que se marcharon, sus bien intencionados vecinos hacían alusiones de aquellos pobres, quienes tenían buenos motivos para mostrarse taciturnos en el particular.

Todos hablaban con bondad y sentimiento de los jefes de los piratas, y principalmente de un capitán don Juan, intrépido y generoso compañero de armas, cuya muerte había sido una gran pérdida pública. Nombrábanse individuos que vivían aún en aquel puerto, y a la cuenta los principales vecinos del lugar habían sido notoriamente piratas: designábase a uno que había estado muchos años preso y hasta sentenciado a muerte, mientras que otros nos indicaban una canoa, amarrada enfrente de nuestra puerta, que se había empleado a menudo en servicios piráticos. Precisamente nuestra casa había sido el cuartel general de esos bucaneros: era nada menos que la casa de Molas, cuyo desastrado fin he referido anteriormente. El Gobierno le había enviado de comandante a ese puerto para ahuyentar de allí a los piratas; pero, según se dice, entró en colusión con ellos, recibía los efectos robados en la mar y se encargaba de conducirlos al interior. Por las noches celebraba en su casa estrepitosas orgías. Yalahau se encontraba bastante lejos de la capital, y de esa manera llegaban allí las noticias de su equívoca conducta muy de tarde en tarde; pero él persuadía al Gobierno que esas noticias procedían de la malicia y mala voluntad de sus enemigos. Al fin, para proveer a su propia seguridad, tuvo que proceder contra los piratas: conocía todas sus guaridas, se dejó caer entre ellos a hurtadillas, y mató y dispersó a toda la pandilla. Al capitán don Juan se le trajo herido, y se le colocó de noche en una pieza formada provisionalmente a la testera de la sala que ocupábamos.

Molas temía que, si don Juan llegaba a ser conducido a Mérida, le traicionaría; y, al día siguiente, el desgraciado capitán amaneció muerto, diciendo todos por lo bajo que Molas había sido el asesino. Debemos ahora añadir que después supimos que todas estas historietas eran falsas, y que Molas fue la víctima de una maliciosa e inicua persecución. También es conveniente que se sepa que el carácter y condición de aquel sitio ha mejorado: habiendo dejado de ser la guarida de los piratas, se convirtió en residencia de contrabandistas, y, como este negocio presenta hoy pocas utilidades, los vecinos se ocupan en embarcar y conducir azúcar y otros productos de aquella costa. Encontrámonos allí con una falta de gran tamaño; no había ramón para nuestros caballos. Dejámosles sueltos por la noche entre el pueblo; pero, no habiendo encontrado en aquella árida llanura ninguna yerba que comer, volvieron a casa. A la mañana siguiente muy temprano despachamos a Dimas a buscar ramón a un árbol que era el más próximo, y distaba tres leguas, y entretanto salimos en demanda de canoa, logrando contratar una, aunque de la mejor clase, pero el patrón y los marineros no podían estar listos en menos de dos o tres días. Concluido este negocio, ya nada nos quedaba que hacer en Yalahau. En un momento nos dirigimos al castillo, fortaleza baja de doce merlones, construida en tiempos atrás para reprimir a los piratas; pero cuya guarnición, según todos los relatos que hoy se hacen, estuvo siempre en conexión estrecha con aquellos desalmados.

Toda la guarnición que ahora tiene es la de un sastrecillo mestizo, que vino de Sisal con su mujer para evitar que le alistasen de soldado, y por cierto que ambos eran los más pacíficos e inofensivos castellanos que pudiesen custodiar una fortaleza: no pagaban alquiler ninguno y parecían perfectamente felices. Al abrir nuestra puerta a la siguiente mañana, nos encontramos con un buque al ancla, y supimos al instante que era la balandra de don Vicente Albino. Éste se hallaba ya en tierra, y, antes de que tuviésemos tiempo de hacer nuevas preguntas, vino a visitarnos. Ya habíamos oído hablar de él anteriormente; pero no esperábamos verle en persona, porque lo que sabíamos acerca de él era que había establecido un rancho en Cozumel, y que había sido asesinado por los indios. La primera parte de la historia era verdadera; pero don Vicente mismo nos aseguró que era falsa la segunda, si bien añadió que se había escapado con muchas dificultades, mostrándonos en prueba una herida de machete que había recibido en el brazo. Don Vicente Albino era la persona que más interés nos hubiese inspirado en el momento, como que era el único que pudiese darnos una completa noticia acerca de la isla de Cozumel. Mientras estaba hablando con nosotros, presentose a la vista otro buque, deteniéndose a la altura del puerto como a dos leguas de distancia, y enviando a tierra un lote. Don Vicente reconoció la embarcación y nos dijo que era un bergantín de guerra yucateco.

Ya habíamos invitado a comer a don Vicente, y conociendo que era preciso tener aquel día visitas de distinción, invitamos también al comandante. No dejaba de ser ésta una empresa atrevida, puesto que no teníamos más que un plato, un cuchillo y un tenedor, pero todos nos encontrábamos en situación estrecha, y nuestros invitados se acomodaron perfectamente a las circunstancias. En medio de la excitación causada en el puerto con la llegada de estos extranjeros, los habitantes no podían olvidarnos. Un gran pájaro marino, preparado por el Dr. Cabot con arsénico y puesto al sol a secarse, había sido arrebatado por un cerdo, se lo había comido y corría el rumor de que el puerco vendido aquel día para el consumo de la población era el mismo del robo del pájaro que había muerto de resultas de haberse comido el arsénico. Este incidente produjo un terror pánico, y por la noche todos los que habían comido de aquella vianda sospechosa andaban vagando por el pueblo. Una explicación científica que probaba que, aun habiendo muerto el cerdo de resultas de haberse comido el pájaro envenenado, no por eso debían morir los que hubiesen comido del cerdo, en nada satisfacía a aquellas gentes. Al siguiente día completamos nuestra provisiones con chocolate, pan dulce, carne y puerco salados, dos tortugas, cerca de dos cargas de maíz y los útiles necesarios para confeccionar las tortillas. Había otro arreglo importante que hacer relativo a nuestros caballos; y, conforme a un plan previamente adoptado, para evitar un largo viaje de regreso a través del interior del país, determinamos enviar a Dimas conduciéndolos a Valladolid, y desde allí encaminarse al puerto de Cilam, viaje nada menos que de doscientas cincuenta millas, mientras que nosotros, descendiendo al regreso por la costa hasta aquel punto, allí nos juntaríamos con él.

A las nueve de la mañana fuimos conducidos de uno en uno por medio de un pequeño cayuco a bordo de nuestra canoa. No teníamos verdaderamente de quien despedirnos: las únicas personas que mostraban algún interés en nuestras operaciones eran Dimas, que deseaba ir en nuestra compañía, la mujer de cuya casa habíamos dispuesto, y el agente de la canoa que no tenía deseo ninguno de volver a vernos. Nuestra canoa era conocida en el puerto de Yalahau con el nombre de "Sol". Tenía treinta y cinco pies de largo, y seis de largo, y seis de ancho en los bordos, pues el fondo era más estrecho por la curvatura de arriba abajo. Portaba dos grandes velas sujetas a los mástiles por medio de gruesas vergas, había en la popa un espacio desocupado de ocho o diez pies, y todo el resto estaba lleno con nuestro equipaje, provisiones y cascos de agua. No habíamos ido a bordo sino hasta el momento definitivo de nuestro embarque, y las apariencias eran muy poco lisonjeras por cierto, tratándose de un viaje o crucero, que debía durar un mes. No había viento: las velas se azotaban contra los mástiles, el sol caía a plomo sobre nuestras cabezas, y no teníamos estera, toldo o cubierta de ninguna clase, sin embargo de que el agente de la canoa nos había prometido que no faltaría. Nuestro capitán era un mestizo de mediana edad, un pescador alquilado para aquella ocasión. Bajo estos malos auspicios emprendimos el viaje, que era uno de los que habíamos proyectado realizar aún antes de que saliésemos de nuestro país, y en el cual siempre estábamos pensando con el mayor interés.

Nuestro principal objeto en él era, siguiendo la huella de los españoles a lo largo de la costa, descubrir las ruinas o vestigios de los grandes edificios de cal y canto que, según los relatos históricos, les había dejado admirados y sorprendidos. Al fin, a las once del día comenzó a soplar la brisa. A las doce nos preguntó el patrón si tocaríamos a tierra para comer, y a la una y media el viento a la cabeza era tan fuerte, que nos vimos obligados a echar el ancla a sotavento de Punta-Francés, que forma una sola isla con Punta-Mosquito. La isla no tiene nombre propio, y no es más que un banco de arenas cubierto de plantas marítimas, dejando un paso estrecho entre ella y la tierra firme, por medio del cual se puede navegar en canoas pequeñas. Nuestro anclaje quedaba enfrente del rancho de un pescador, única habitación que existía en la isla, construida en la forma de un wigwam de los indios del norte, techado de hojas de palma que llegaban hasta el suelo, con una abertura en cada extremidad para dar libre curso a la corriente del aire; de manera que, mientras se encontraba uno a distancia de un paso de la puerta, se sentía un calor vehementísimo, lo mismo era entrar en el rancho que sentirse fresco y alivio. El pescador estaba meciéndose en su hamaca, y un hermoso muchacho indio se ocupaba en hacer las tortillas, presentando ambos una bella pintura de la juventud y una vigorosa vejez. El pescador, según nos dijo, contaba sesenta y cinco años de edad, era corpulento y erguido, de tez quemada y profundas arrugas en la frente, pero sin un solo cabello cano, ni ninguna otra señal de decadencia.

Hacía tres meses que se hallaba viviendo en aquella isla desolada, que él calificaba de muy divertida. Nuestro patrón nos dijo que era el mejor pescador de Yalahau, que siempre iba solo a la isla, y que siempre ganaba mucho más que los otros, pero que con sólo permanecer una semana en tierra disipaba todo el dinero que ganaba. No tenía milperías, y nos dijo que con su canoa, el mar y toda la costa a su disposición para levantar un rancho se consideraba el hombre más independiente de todo el mundo. La pesca de esta costa es de tortugas: a un lado de la cabaña del pescador se veían unas tinajas de grasa, y de la parte exterior, demasiado cerca por cierto cuando el viento soplaba por determinado rumbo, estaban los esqueletos de las tortugas de que la grasa se había extraído. A la caída de la tarde quebró la brisa, y pudimos poco a poco descabezar la punta: a las ocho y media de la noche volvimos a echar el ancla habiendo hecho seis leguas de jornada. El capitán nos dijo que aquel punto desolado era el Cabo Catoche, el memorable sitio del continente de América en que los españoles habían desembarcado por la primera vez, "al cual aproximándonos, dice Bernal Díaz del Castillo, vimos como a la distancia de dos leguas una gran ciudad, que por su tamaño, que excedía a cualquier otra de la isla de Cuba, llamamos Gran Cairo". Los españoles desembarcaron para dirigirse a ella, y al pasar por una espesa floresta, fueron atacados por los indios, que se hallaban emboscados.

"Cerca de este sitio de la emboscada, añade el historiador, había tres edificios de cal y canto, dentro de los cuales estaban unos ídolos de barro de diabólica apariencia". Sin embargo, los geógrafos y navegantes han señalado varias y diferentes localidades a este punto memorable, y es acaso incierta su verdadera posición. Al amanecer hicímonos otra vez a la vela, y muy pronto llegamos enfrente de Boca-nueva, que es la entrada de un paso entre la isla y la tierra firme, más conocida por los pescadores bajo el nombre de Boca de Iglesia por las ruinas de una iglesia visible aún a larga distancia. Esta iglesia era uno de los objetos que yo intentaba visitar, y precisamente por eso preferimos hacer el viaje en canoa, teniendo la proporción de haberlo verificado en la balandra de don Vicente Albino; pero nuestro patrón nos dijo que, a pesar del poquísimo calado de la embarcación, no podíamos acercarnos a menos distancia que la de una legua, que mediaba entre ella y la playa una llanura pantanosa, y que no podíamos tocar tierra nadando. Díjonos también, y eso va lo sabíamos de otras personas y así lo creíamos, que la tal iglesia era obra española y se hallaba entre las ruinas de un pueblo español destruido por los bucaneros o, según se explicaba el patrón, por los piratas ingleses. A pesar de que el viento estaba a la cabeza, para no perder ventaja hicímonos de la vuelta de fuera y nos dirigimos a la isla de Contoy. Era ya de noche cuando anclamos, y desde luego comenzaron nuestros trabajos por la falta de agua; los cascos que teníamos a bordo estaban impregnados del sabor y olor de aguardiente, y el agua se había maleado.

En medio de la oscuridad descubrimos la silueta de un rancho desolado: nuestra gente fue a tierra, moviéndose en todas direcciones con teas encendidas en la mano, lo cual les daba una apariencia verdaderamente pirática, pero no encontraron agua. Antes de amanecer nos levantó el graznido de los pájaros marinos; en la media luz de la madrugada, la isla parecía cubierta de un palio movible, y el aire estaba estrepitoso con los clamores de los pájaros; pero, desgraciadamente para el doctor Cabot, teníamos muy buen viento y no le fue posible acudir a cogerlos en los nidos. La costa era ruda, áspera y salvaje, interrumpida de trecho en trecho por algunas pintorescas y pequeñas bahías. Antes de rematar la punta de la isla, el doctor Cabot cazó dos pelícanos, y, cuando nuestra canoa maniobró para tomarlos a bordo, parecía por cierto un navío de setenta y cuatro. A las once de la mañana llegamos a "Isla de Mujeres". muy conocida en aquella región como la guarida del pirata Lafitte. Monsieur Lafitte, como le llamaba el patrón, ostentó en aquella parte un carácter muy bueno; y fue siempre benevolente para con los pobres pescadores, a quienes pagaba muy bien cuanto les tomaba. A corta distancia de la punta se halla una pequeña bahía en donde tenía la costumbre de guarecerse su escuadrilla; la boca era estrecha y protegida de unos lechos de rocas, en que, según daba testimonio el patrón, Lafitte colocaba sus baterías de resguardo constantemente. En la otra punta de la isla, tuvimos en lontananza la vista de uno de aquellos edificios de piedra que nos habían inducido a emprender este viaje de la costa.

Mientras que estábamos mirándole desde la proa de nuestra embarcación, el patrón, que hasta allí había estado junto a mí, se separó, tomó un arpón y, haciendo seña al timonel para marcarle la dirección, fuimos a dar en silencio sobre una gran tortuga aparentemente dormida, que debió sin duda despertar sorprendida al encontrarse con tres o cuatro pulgadas de acero frío en el cuerpo. El patrón y los marineros contemplaban aquella pesca con el mismo interés con que se habrían hallado un talego de pesos. Tres clases de tortugas habitan esos mares: el cahuamo, cuyos huevos se comen y de cuya grasa se hace uso, vendiéndose después la concha a razón de dos reales la libra; la tortuga, cuya carne y huevos se comen y también produce grasa; y, por último, el carey, cuya concha se vende a razón de diez pesos la libra. De esta clase, que es bastante rara, era precisamente la que habíamos encontrado. Siento mucho hacer desaparecer las felices ilusiones de alguno, pero, según dicen los pescadores, la tortuga que forma las delicias de los gastrónomos es de la peor clase que se conoce, que no merece siquiera cogerse ni aun por la concha, y que por lo mismo se le deja ir viva cuando cae en manos de los pescadores. Nuestro patrón nunca había comido la carne del carey; pero se le mata por la concha y comen la carne los pescadores de buen tono. Yo entré al instante en negociaciones con el patrón para comprarle la concha del carey muerto, las láminas exteriores de ésta, que son ocho en número, son las que tienen valor: estimaba su peso en cuatro libras, que se pagaban en Campeche, según él, a diez pesos libra; pero era un buen camarada de viaje, y me cedió la concha por dos libras y media solamente y a razón de ocho pesos la libra.

Después tuve la satisfacción de saber que sólo había yo pagado el doble de su valor corriente, y no el triple o el cuádruplo como pudiera haber sucedido. Por la tarde hicimos rumbo hacia la tierra firme, pasando por la isla de Kancum, que es una faja de tierra cubierta de médanos y de algunos edificios de piedra que aún se ven. Toda esta costa está cubierta de arrecifes de rocas con uno u otro estrecho canal, que permite paso a las canoas, para entrar a buscar abrigo; pero de noche es muy peligroso pretenderlo. Nosotros teníamos muy buen viento; mas como el punto próximo se hallaba todavía a bastante distancia, el patrón determinó anclar a las cuatro de la tarde a sotavento de la Punta-Nizuc. Inmediatamente bajamos a tierra en busca de agua, y sólo hallamos un charco muy lodoso en que el agua estaba tan salada, que no podía beberse; y, sin embargo, era más soportable todavía que la que teníamos a bordo. Teníamos tiempo para bañarnos, y mientras nos preparábamos a ello vimos dos grandes tiburones, que se hallaban a cuatro o cinco pies de profundidad en el agua, y tan patentes, que hasta sus fierísimos ojos se veían. Vacilábamos algún tanto; pero el calor y el confinamiento en la canoa nos hacía necesario el baño: estacionamos a Albino de centinela en la proa para dar la señal de alarma, y nos arrojamos al agua. Después dimos un paseo por la costa para recoger conchas; pero al anochecer retrocedimos a toda prisa huyendo de los nativos de aquella tierra, de los numerosos enjambres de mosquitos, que nos perseguían con el mismo espíritu sangriento que animaba a los indios de esta costa, cuando persiguieron a los españoles.

Recogimos nuestro cable y la enorme piedra que nos servía de ancla, y fuimos a fondear a alguna distancia de la costa con las más terribles aprensiones por la noche que se nos esperaba; pero afortunadamente nos escapamos de la plaga. Al amanecer el siguiente día volvimos a ponernos a la vela, y con un viento fuerte y favorable hicimos rumbo hacia la isla de Cozumel. Muy pronto, y encontrándonos comparativamente en alta mar, empezamos a sentir la molestia y aun la inseguridad de nuestra embarcación. Reventaban las olas sobre nosotros, bañándonos completamente, mojando el equipaje e impidiendo materialmente a Bernardo sus trabajos culinarios. Cerca de las cuatro de la tarde arribamos a la costa de la isla de Cozumel, y allí por la vez primera hicimos un descubrimiento que no dejó de desconcertarnos, y era que nuestro patrón no conocía la costa de aquella isla. Toda ella estaba rodeada de arrecifes: sólo había uno u otro paso libre por medio de canales, y tenía miedo de penetrar por ninguno de ellos. Nuestro plan era desembarcar en el rancho de don Vicente Albino, y el patrón no sabía en dónde estaba ese rancho. Era va demasiado tarde para buscarlo; y, haciéndose a la vela a un largo hasta que vio un paso entre los arrecifes, metió en él la canoa y entonces dejó caer su enorme piedra que le servía de ancla, pero a alguna distancia de la playa. En la parte exterior del arrecife se veían los restos de un bergantín naufragado en aquellos escollos: su costillar velaba sobre las olas y nadie sabía cuál fue el destino de su tripulación.

A la siguiente mañana, después de mucho tiempo empleado en navegar a tientas, hubimos de descubrir como a la distancia de tres millas el rancho de don Vicente Albino. Aquí encontramos una fuerte corriente, acaso de cuatro millas por hora, y, ciñendo demasiado el viento, descubrimos en un momento que la canoa "El Sol" no presentaba probabilidad de hacer un brillante camino aquel día. Al fin, recogimos las velas, nos agarramos de unos palos, con cuyo auxilio, después de dos horas de recias labores, llegamos a la pequeña bahía de San Miguel, en donde estaba el rancho de don Vicente Albino. El desmonte que se veía alrededor era el único de la isla: todo el resto de ella estaba cubierto de una espesa floresta. La bahía tenía una playa arenosa que se extendía por alguna distancia hasta una punta rocallosa, pero aun allí el agua aparecía con aquel color pálido que indica la presencia de arrecifes submarinos. En caso de que soplase un norte, aquel anclaje no era nada seguro: el Sol podía ser destrozado contra las rocas; por lo mismo el capitán quería dejarnos en tierra e ir a buscar a otra parte algún abrigo mejor; pero hicimos a esto algunas objeciones, y por de pronto le encargamos que pegase a tierra lo más que le fuese posible. En pie sobre la proa, y saltando con el auxilio de nuestros palos, hubimos por fin de hacer tierra en la desolada isla de Cozumel. Sobre la línea de la ribera se presentaba una suave cuesta, sobre la cual habían varias cabañas construidas de madera y techadas de hojas de palma: una de ellas era cómoda y espaciosa, dividida en departamentos, y contenía algunas mesas y asientos toscos, como si estuviesen preparados para nuestra inmediata recepción.

Detrás de la casa existía el cerco de una huerta toda cubierta de abrojos y arbustos, pero que contenía una gran cantidad de tomates maduros, y que parecían estar clamando porque se les echase en la sopa de tortuga que se preparaba a bordo de nuestra canoa. Este rancho fue primitivamente establecido por el pirata Molas, quien escapándose de la muerte en Mérida marchó allí a refugiarse. Logró llevar consigo a su mujer, sus hijos y unos cuantos indios, y por muchos años nada se supo de su paradero. Entretanto, puso en el astillero la quilla de una balandra, terminola con sus propias manos, la llevó a Belice y allí la vendió. Nuevos motivos de existencia se le presentaron, y, considerándose como ya olvidado hasta cierto punto, se dirigió otra vez a la tierra firme y abandonó la isla a su propia soledad. Después de Molas, don Vicente Albino acometió la empresa de establecer en ella un rancho para el cultivo del algodón, y se vio súbitamente interrumpido en ella por habérsele amotinado los indios, intentando asesinarlo. Justamente acababa de regresar de su última visita, cuando le encontramos en Yalahau, llevando consigo toda su propiedad y dejando por únicos poseedores de la isla a cinco perros. Después de él vino un extranjero a ocuparla toda, no siendo otro que nuestro antiguo amigo Mr. George Fisher, aquel ciudadano del mundo introducido al conocimiento del lector, y que desde nuestra separación en Mérida había consumado la historia de su vida errante, haciéndose comprador de seis leguas de la isla, la había visitado, fijado cruces a lo largo de la playa y se hallaba a punto de realizar una grande empresa, que era la de hacer conocer al mundo comercial la solitaria isla de Cozumel.

Nuestra toma de posesión fue extraordinariamente excitante. Además de que era un inmenso consuelo escaparse de la prisión de la canoa, la situación presentaba una vista del mar y se distinguían en lontananza las costas de la tierra firme de Yucatán. Una multitud de troncos de árboles habían quedado en pie después del desmonte, y Molas había plantado naranjos y cocoteros. El sitio tenía una especie de aspecto pirático: en la cabaña existían puertas y mamparos de algún bajel naufragado, maderos labrados, baldes, fragmentos de cables, vasos, redes de pescar, velas de barco y dos escotillas, todo lo cual estaba disperso sobre el terreno. Pero, sobre todo, el primer objeto que descubrimos y que daba un bello encanto a un árido banco de arena, un pozo de pura y abundante agua, sobre el cual caímos en el momento de desembarcar, e hicimos casi lo mismo que aquel soldado español de la expedición de Córdova, quien bebió agua hasta reventar y morir. Además del consuelo que presentaba este pozo, tenía mayor interés porque nos aseguraba que nuestra visita no sería inútil. A la primera ojeada, vimos en él la obra de los mismos constructores con cuyo trabajo en la tierra firme estábamos ya tan familiarizados, siendo lo mismo que las cámaras subterráneas de Uxmal construidas en forma de media naranja; pero más grande la boca y en la parte interior. Daba sombra a este pozo un gran cocotero; colocamos bajo de él una de las escotillas, y sentándonos en unos zoquetes de madera, nos hicimos servir una sopa de la tortuga que había terminado su destino a bordo de la canoa. Con nuestras escopetas arrimadas a los árboles, prolongada la barba y vestidos en traje de marineros, presentábamos un trío de aspecto acaso más piratuno que el de los piratas en alta mar. Por la tarde dimos un paseo por el desmonte, que estaba cubierto de un hermoso plantío de algodón, que valía, según nuestro capitán, algunos centenares de pesos, y cuyos frutos abiertos ya dejaban escapar las motas, indicando que el rancho había sido abandonado a la ligera sin curarse de preservar la propiedad. Cerca del anochecer recorrimos la playa en una gran distancia, cogiendo conchas, y por la noche fuimos a mecernos cómodamente en nuestras hamacas.

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