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Desarrollo


CAPÍTULO XIV Del trabajo incomportable que los treinta caballeros pasaron al pasar de la ciénaga grande Pocas horas reposaron nuestros españoles sin sobresalto, aunque no causado de los enemigos sino del excesivo trabajo que por el camino habían padecido, y fue que, cerca de la media noche, uno de ellos, llamado Juan de Soto, que era camarada de Pedro Atienza, el que atrás dejamos enterrado, falleció casi repentinamente. No faltó en la cuadrilla quien a todo correr saliese huyendo de ellos diciendo a grandes voces: "Voto a tal, que nos ha dado pestilencia, pues en tan breve espacio, y tan repentinamente, se han muerto dos españoles." Gómez Arias, que era hombre cuerdo y discreto, dijo al que huía: "Harta pestilencia lleváis en vuestro viaje, de la cual no podéis huir por mucho que hagáis. Si huis de nosotros, ¿dónde pensáis ir?, que no estáis en el Arenal de Sevilla ni en su Axarafe." Con esto volvió el huidor y ayudó a rezar las oraciones que por el difunto se decían, mas no osó llegar a enterrar el cuerpo, que todavía porfiaba que había muerto de peste. Con este socorro para sus trabajos pasaron la noche. Venido el día, dieron orden en pasar la ciénaga, la cual vieron que traía menos agua que el día antes, que no fue poco alivio para el trabajo que esperaban tener. Ocho españoles que no sabían nadar, aderezaron la barandilla de la puente, que en lo más hondo de la ciénaga estaba hecha de árboles caídos, y por ella pasaron las sillas de los caballos y la ropa de todos los compañeros.

Los otros veinte españoles, desnudos como nacieron, trabajaban por echar los caballos al agua, los cuales, por el mucho frío del agua, no querían entrar a lo hondo de ella donde hubiesen de nadar. Los castellanos ataban cordeles largos a las jáquimas, y cuatro y cinco de ellos entraban nadando hasta en medio de la corriente para tirar los caballos, otros con varas largas les daban de palos para que entrasen; mas ellos, juntando todos cuatro pies se estaban quedos y se dejaban matar a palos antes que entrar en el agua. Algunos caballos, así compelidos y forzados, entraban nadando un trecho, mas, no pudiendo sufrir el frío, revolvían, huyendo a tierra, trayendo los nadadores arrastrando, que no eran parte para los tener, ni los que estaban en tierra los podían resistir y, aunque decimos que estaban en tierra, andaban con el agua a la cinta y a los pechos. Así anduvieron trabajando estos veinte españoles más de tres horas de reloj, que con toda cuanta diligencia pusieron no fueron poderosos para hacer que caballo alguno quisiese pasar de la otra parte, aunque los remudaban, tomando unos y dejando otros, a ver si había alguno que quisiese pasar. Al cabo de las tres horas, por la mucha fuerza que les hacían, pasaron dos caballos. El uno fue el de Juan de Añasco y el otro de Gonzalo Silvestre, y, aunque pasaron éstos, no quisieron pasar los otros por el miedo que habían cobrado del frío del agua. Los dueños de los caballos que eran de los que no sabían nadar, los ensillaron y subieron en ellos, para estar apercibidos y hacer lo que pudiesen, si viniesen enemigos.

Gómez Arias era el caudillo de los diez y nueve compañeros que en el agua andaban y era el que más trabajaba de todos ellos, los cuales, como hombres que había más de cuatro horas que andaban en el agua sufriendo el frío que los caballos no podían sufrir, estaban pasados de frío y tenían los cuerpos amoratados que parecían negros. Y, como viesen que todas las diligencias que hacían y el trabajo que pasaban (que cada uno puede imaginar cuál sería), no les aprovechaba nada para que los caballos pasasen de la otra parte, querían desesperar de la vida. A este tiempo llegó Juan de Añasco, que, como dijimos, había ensillado su caballo y venía por el agua por lo que se podía vadear hasta la canal honda, el cual, enfadado de que no hubiesen pasado más caballos, sin considerar que no había sido por falta de diligencia de los que en el agua andaban y sin mirar cuáles los tristes estaban, incitado de una cólera que este caballero tenía, ocasionada para que le perdiesen el respeto que como a caudillo se le debía tener, dijo en voz alta: "Gómez Arias, ¿por qué no acabáis de pasar esos caballos? Mucho enhoramala para vos." Gómez Arias, viendo cuáles estaban él y sus compañeros y que más parecían difuntos que vivos, que ya no podían llevar el tormento que sentían, así del ánimo como del cuerpo, y que el capitán agradecía mal el incomportable trabajo que él y sus compañeros padecían, que cierto no se puede encarecer ni de decir por entero el que aquel día pasaron estos veinte y ocho compañeros, en especial los que anduvieron en el agua, desdeñado de la ingratitud que Juan de Añasco mostraba a su mucho afán, le respondió diciendo: "Mala sea para vos y para la perra bagasa que os parió.

Estáis encima de vuestro caballo, muy bien vestido y arropado con vuestro capote, y no miráis que ha más de cuatro horas que andamos en el agua, helados de frío, sin poder hacer más. Apeaos en mala hora y entrad acá; veremos si sois para más que nosotros." A estas palabras añadió otras no mejores, porque la ira, cuando se enciende, no sabe tener freno. Juan de Añasco se reportó por lo que los compañeros, volviendo por Gómez Arias, le dijeron, y también porque vio que en lo que había dicho no había tenido razón y que la aspereza de su mala condición había causado aquella cizaña, y con ella el desacato de su persona. Otras muchas veces se la causó en este viaje y en otros que hizo, que, por no mirar primero lo que en semejantes casos había de decir, se vio muchas veces en confusión y menoscabo de su reputación. Lo cual deben advertir los hombres, principalmente los constituidos en la guerra por caudillos y superiores, que en todo tiempo les está bien la mansedumbre y la afabilidad con los suyos y el mandarles en los trabajos, siempre sea antes con el ejemplo que con las palabras y, cuando hubiere de usar de ellas, sean buenas, que se puede decir lo que éstas ganan y pierden las malas, no siendo de más costa las unas que las otras.

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