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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XIV Llega a La Habana una nao en la cual viene Hernán Ponce, compañero del gobernador El gobernador andaba ya muy cerca de embarcarse para ir a su conquista, que no esperaba sino la bonanza del tiempo, cuando entró en el puerto otra nao que venía de Nombre de Dios, la cual, como pareció, entró contra toda su voluntad, forzada del mal temporal que corría, porque, en cuatro o cinco días que anduvo contrastando con el viento, la vieron llegar a la boca del puerto tres veces y volverse a meter en alta mar otras tantas como huyendo de aquel puerto por no le tomar. Mas, no pudiendo resistir a la furia de la tormenta que hacía, aunque el principal pasajero que en ella venía hubiese hecho grandes promesas a los marineros porque no entrasen en el puerto, mal que les pesó lo hubieron de tomar sin poder hacer otra cosa, porque a la furia del mar no hay resistencia. Para lo cual es de saber que, cuando Hernando de Soto salió del Perú para venir a España, como se dijo en el capítulo primero, dejó hecha compañía y hermandad con un Hernán Ponce que fuesen ambos a la parte de lo que los dos durante su vida ganasen o perdiesen, así en los repartimientos de indios que Su Majestad les diese como en las demás cosas de honra y provecho que pudiesen haber. Porque la intención de Hernando de Soto cuando salió de aquella tierra fue de volver a ella a gozar del premio que por los servicios hechos en la conquista de ella había merecido, aunque después, como se ha visto, pasó los pensamientos a otra parte.

Esta misma compañía se hizo entonces y después entre otros muchos caballeros y gente principal que se halló en la conquista del Perú, que aún yo alcancé a conocer algunos de ellos, que vivían en ella como si fueran hermanos, gozando de los repartimientos que les habían dado sin dividirlos. Hernán Ponce (cuya parentela ni patria no alcancé a saber más de que oí decir que era del reino de León), después de la venida de Hernando de Soto a España, tuvo en el Perú un repartimiento de indios muy rico (merced que el marqués don Francisco Pizarro en nombre de Su Majestad le hizo), los cuales le dieron mucho oro y plata y piedras preciosas, con lo cual, y con lo que más pudo recoger del valor de las preseas y alhajas de casa, que entonces todo se vendía a peso de oro, y con la cobranza de algunas deudas que Hernando de Soto le dejó, venía a España muy próspero de dinero. Y, como supiese en Nombre de Dios o en Cartagena que Hernando de Soto estaba en La Habana con tanto aparato de gente y navíos para ir a la Florida, quisiera pasarse de largo sin tocar en ella por no darle cuenta de lo que entre los dos había, y por no partir con él de lo que traía, que temió no se lo quitase todo como hombre menesteroso que se había metido en tanto gasto. Y ésta era la causa de haber rehusado tanto de no tomar el puerto, si pudiera no tomarlo; mas no le fue posible, porque la fortuna o tempestad de la mar, sin atención o respeto alguno, desdeña o favorece a quien se le antoja.

Luego que la nao entró en el puerto supo el gobernador que venía Hernán Ponce en ella. Envió a visitarle y darle el parabién de su venida y ofrecerle su posada y todo lo demás de su hacienda, oficios y cargos, pues, como compañero y hermano, tenía la mitad en todo lo que él poseía y mandaba, y, en pos de este recaudo, fue en persona a verle y sacarle a tierra. Hernán Ponce no quisiera tanto comedimiento ni hermandad; empero, después de haberse hablado el uno al otro con palabras ordinarias de buenas cortesías, disimulando su congoja, se excusó lo mejor que pudo de salir a tierra, diciendo que por el mucho trabajo y poco sueño que en aquellos cuatro o cinco días con la tormenta de la mar había tenido no estaba para desembarcarse; que suplicaba a su señoría, por aquella noche siquiera, tuviese por bien se quedase en el navío; que otro día, si estuviese mejor, saldría a besarle las manos y a recibir y gozar toda la merced que le ofrecía. El gobernador lo dejó a toda su voluntad por mostrar que no quería ir contra ella en cosa alguna, mas, sintiendo el mal que tenía, mandó con mucho secreto poner guardas por mar y por tierra que con todo cuidado velasen la noche siguiente y viesen lo que Hernán Ponce hacía de sí. El cual, no fiando de la cortesía de su compañero ni pudiendo entender que fuese tanta, como después vio, ni aconsejándose con otro, que con la avaricia, cuyos consejos siempre son en perjuicio del mismo que los toma, acordó poner en cobro y esconder en tierra una gran partida de oro y piedras preciosas que traía, no advirtiendo que, en mar ni en tierra en todo aquel distrito, podía haber lugar seguro para él, donde le fuera mejor esperar en el comedimiento ajeno que en sus propias diligencias, mas el temeroso y sospechoso siempre elige por remedio lo que le es mayor mal y daño.

Así lo hizo este caballero que, dejando la plata para hacer muestra con ella, mandó sacar del navío a media noche todo el oro, perlas y piedras preciosas que en dos cofrecillos traía, que todo ello pasaba de cuarenta mil pesos de valor, y llevarlo al pueblo, a casa de algún amigo o enterrarle en la costa a vista del navío para volverlo a cobrar pasada la tormenta que recelaba tener con Hernando de Soto. Mas sucedió al revés, porque las guardas y centinelas, que velaban metidos en el monte, que lo hay muy bravo en aquel puerto y en toda su costa, viendo ir el batel hacia ellos, se estuvieron quedos hasta que desembarcase lo que traía, y cuando vieron la gente en tierra y lejos del batel, arremetieron con ellos, los cuales, desamparando el tesoro, huyeron al barco. Unos acertaron a tomarlo y otros se echaron al agua por no ser muertos o presos. Los de tierra, habiendo recogido la presa, sin hacer más ruido, la llevaron toda al gobernador, de que él recibió pena por ver que su compañero viniese tan sospechoso de su amistad y hermandad, como lo mostraba por aquel hecho, y mandó tener encubierto hasta ver cómo salía de él Hernán Ponce.

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