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Datos principales


Desarrollo


De la jornada que don Pedro de Mendoza mandó hacer al General Juan de Ayolas y al capitán Domingo Martínez de Irala Algunos días que don Pedro de Mendoza llegó a Corpus Christi, determinó enviar a descubrir el Río de la Plata arriba y tomar relación de la tierra; y con este acuerdo mandó a su Teniente general se aprestase para el efecto, quien, el año de 1537 salió de este puerto con trescientos soldados en tres navíos, llevando en su compañía al capitán Domingo Martínez de Irala, al Factor don Carlos de Guevara, a don Juan Ponce de León, a Luis de Zepeda y Ahumada, y a don Carlos Vumbrin, y otros caballeros, con instrucción de que dentro de cuatro meses le volviesen a dar cuenta de lo descubierto y sucedido. Salidos a su jornada, navegaron muchas leguas, padeciendo grandes trabajos y necesidades hasta que llegaron donde se juntan los ríos del Paraguay y Paraná; y tocando en los mismos bajíos que Gaboto, dieron vuelta y embocaron por el del Paraguay con los remos en las manos, y a la sirga, caminando de noche y día con deseo de llegar a algunos pueblos donde pudiesen hallar refrigerio de alimentos; y con esta determinación yendo caminando por un paraje que llaman la Angostura, les acometieron gran número de canoas de indios llamados Agaces, con los cuales pelearon muy reñidamente, matando muchos de ellos, de manera que los hicieron retirar, y saltar todos los más en tierra, dejando las canoas, en los que hallaron alguna comida, y mucha carne de monte y pescado, con lo cual cómodamente pudieron llegar a la Frontera de los Guaraníes, con quienes trabaron luego amistad, y se proveyeron del matalotaje necesario para pasar adelante, tomando lengua, que hacia el occidente y mediodía había cierta gente que poseía muchos metales.

Y caminando por sus jornadas, llegaron el puerto que llaman de Nuestra Señora de la Candelaria, en donde Juan de Ayolas mandó desembarcar y tomar tierra, dejando allí los navíos con cien soldados a la orden de Domingo Martínez de Irala; y prosiguieron su jornada por tierra con doscientos soldados en doce días del mes de febrero de 1537, dejando orden que le aguardasen en aquel puesto seis meses; y si dentro de ellos no volvía, se fuesen sin detenerse más tiempo, porque la imposibilidad de algún contrario suceso se lo impediría; y así con esta determinación tomó su derrota al poniente, llevando en su compañía al Factor don Carlos Vumbrin, Luis de Zepeda, y a otros muchos caballeros, donde los dejaremos por ahora. Y volviendo a don Pedro de Mendoza, que estaba aguardando la correspondencia de Juan de Ayolas, y vista su tardanza, arribó a Buenos Aires con determinación de irse a Castilla, donde llegado halló gran parte de la gente muerta, y la demás que había quedado, tan acabada y flaca de hambre, que se temía no quedase ninguna de toda ella con vida: y estando todos con esta aflicción y aprieto, fue Dios servido de que llegase al puerto el capitán Gonzalo de Mendoza, que venía del Brasil con la nao muy bien proveída de víveres, juntos con otros dos navíos que traía en su compañía de aquella gente que quedó de Sebastián Gaboto y de los demás que se juntaron después de la derrota de los portugueses, los cuales halló retirados en la isla de Santa Catalina, donde tenían asiento hecho, y a persuasión de Gonzalo de Mendoza se determinaron venir en su compañía, circunstancia muy importante para el buen efecto de aquella conquista, porque a más de ser ya baqueanos y prácticos en la tierra, traían consigo muchos indios del Brasil, y los más de ellos con sus mujeres e hijos.

Los españoles fueron Hernando de Ribera, Pedro Morán, Hernando Díaz, el capitán Ruiz García, Francisco de Ribera y otros, así castellanos como portugueses. Los cuales todos venían bien pertrechados de armas y municiones, con lo que don Pedro de Mendoza recibió sumo gozo y alegría, de que le nació derramar muchas lágrimas, dando gracias a nuestro Señor por tan señalada merced. Con esto determinó informarse del suceso de su Teniente general Juan de Ayolas, a cuyo efecto despacho al capitán Salazar, y al mismo Gonzalo de Mendoza, los cuales partieron en dos navíos con ciento cuarenta soldados río arriba. Luego se fueron ellos, dentro de pocos días don Pedro de Mendoza puso en efecto su determinación de ir a Castilla, y embarcándose en una nao llevó consigo al contador Juan de Cáceres y Alvarado, dejando por Teniente general en el puerto de Buenos Aires al capitán Francisco Ruiz Galán, y haciendo su viaje con tiempos contrarios y larga navegación, le vino a faltar el matalotaje, de manera que se halló don Pedro tan debilitado de hambre, que le fue forzoso el hacer matar una perra que llevaba en el navío, la cual estaba salida, y comiendo de ella, tuvo tanta inquietud y desasosiego, que parecía que rabiaba, de suerte que dentro de dos días murió, lo mismo sucedió a otros que de aquella carne comieron. Al fin los que escaparon, llegaron a España al fenecer el año 37, donde se dio cuenta a S.M. de lo sucedido en aquella conquista.

Volviendo al capitán de Salazar y Gonzalo de Mendoza, que llevaban su viaje en demanda de Juan de Ayolas, subieron hasta el paraje de la Candelaria, en donde hallaron a Domingo Martínez de Irala con los navíos aguardando a Juan de Ayolas en los pueblos de los indios Payaguaes y Guayarapos, que son los más traidores e inconstantes de todo aquel río. Los cuales disimulando con los españoles su dañada intención, les traían algunas subsistencias, con que los entretenían, aunque no perdían ocasión de hacerles todo el mal que podían. Juntos, pues, los capitanes determinaron hacer una corrida por aquella tierra, por ver si podían tener alguna noticia de los de la entrada, y hecha, dejaron en aquel puerto en una tabla escrito todo lo que se ofrecía poder avisar, y que no se fiasen de aquella gente por estar rebelada, y con mala intención. Hecho esto se volvió Salazar aguas abajo, dejando a Irala un navío nuevo por otro muy cascado. Llegando al puerto que hoy es la Asunción, determinó hacer una casa fuerte, y dejar en ella a Gonzalo de Mendoza con setenta soldados por parecerle el puerto bueno y escala para la navegación de el río; y él se partió para el de Buenos Aires a dar cuenta a don Pedro del efecto de su espedición; y llegando a su destino halló que se había ido a España, y que el teniente que había dejado, estaba malquisto con los soldados por ser de condición áspera, y muy rigoroso, tanto que por una lechuga cortó a uno las orejas, y a otro afrentó por un rábano, tratando a los demás con la misma crueldad, de que todos estaban con gran desconsuelo, y también por haber sobrevenido al pueblo una furiosa plaga de leones, tigres y onzas, que los comían saliendo del fuerte; de tal manera que era necesario una compañía de gente, para que pudiesen salir a sus ordinarias necesidades.

En este tiempo sucedió una cosa admirable, que por serio la diré, y fue que habiendo salido a correr la tierra un capitán en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo a aquella mujer española de que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios. Así que Francisco Ruiz Galán la vio ordenó que fuese echada a las fieras, para que la despedazasen y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, llevaron a la pobre mujer, la ataron muy bien a un árbol, y la dejaron como una legua fuera del pueblo, donde acudieron aquella noche a la presa gran número de fieras para devorarla, y entre ellas vino la leona a quien esta mujer había ayudado en su parto, y habiéndola conocido, la defendió de las demás que allí estaban, y que querían despedazarla. Quedándose en su compañía, la guardó aquella noche, el otro día y la noche siguiente, hasta que al tercero fueron allí unos soldados por orden de su capitán a ver el efecto que había surtido dejar allí aquella mujer; y hallándola viva, y la leona a sus pies con sus dos leoncillos, que sin acometerlos se apartó algún tanto dando lugar a que llegasen; quedaron admirados del instinto y humanidad de aquella fiera. Desatada la mujer por los soldados la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros bramidos, mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y haciendo ver por otra parte su real ánimo y gratitud, y la humanidad que no tuvieron los hombres. De esta manera quedó libre la que ofrecieron a la muerte, echándola a las fieras. Esta mujer yo conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien se le podía llamar Biendonada; pues por este suceso se ve no haber merecido el castigo a que se expusieron, pues la necesidad había sido causa a que desamparase a los suyos, y se metiese entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyen esta sentencia tan rigurosa al capitán Alvarado, y no a Francisco Ruiz, mas cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda dicho, y no carece de crueldad casi inaudita.

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