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Datos principales


Desarrollo


CAPITULO XI Casos particulares que le sucedieron en las Misiones entre Fieles. Cuando hizo Misión en la Provincia de la Huasteca, faltaron muchos vecinos del primer Pueblo donde predicó, y quedaron sin oir la palabra de Dios, por algunos pretextos, que careciendo de justicia, abundarían de negligencia; y habiendo salido para otro Pueblo los Padres a continuar su predicación, entró una epidemia en el referido, de que murieron como sesenta vecinos, y los demás sanaron; pero reparó el Señor Cura Párroco de aquella Iglesia, que sólo habían muerto los que faltaron a la Misión, como lo notició por escrito al R. Padre Junípero, que era Presidente de ella. Divulgóse la voz de la enfermedad; y como quiera que siguió inmediatamente de concluida la Misión primera, quedaron amedrentados los demás Pueblos, saliendo de mala gana a oir las otras, y sintiendo las admitiesen los Señores Curas. Pero sabiendo que sólo habían muerto los que no asistieron a los Sermones; concurrían después muy puntuales, no sólo los vecinos de los Pueblos, sino también los de las Haciendas y Ranchos que distaban muchas leguas de la Cabecera; y hubo alguno que dijo no había visto Iglesia ni Sacerdote, ni oído Misa ni Misión en diez y ocho años, pues había cuarenta que no entraba otra en aquella tierra; y ya no se experimentó la enfermedad que padecían. En todos estos Pueblos lograron mucho fruto para Dios, quien prontamente empezó a premiar los trabajos de su Siervo Fr. Junípero y demás Compañeros.

Concluidas sus apostólicas tareas, se retiraban para el Colegio, y en una jornada, a tiempo que ya se ponía el Sol, ignoraban donde irían a parar aquella noche, dando por cierto que lo harían en el campo: Esto consideraban, cuando vieron a poca distancia, y cerca del camino real una casa, donde entrando a pedir posada, hallaron un hombre venerable con su Esposa, y un niño, quienes muy gustosos los hospedaron, y dieron de cenar con especial aseo y cariño. Despedidos los Padres por la mañana, y dando las gracias a sus Bienhechores, siguieron su jornada, donde a poco trecho encontraron con unos Arrieros, que les preguntaron dónde habían parado aquella noche. Y diciéndoles que en la casa inmediata al camino: "¿Qué casa? (dijeron los Arrieros) en todo el camino que anduvieron ayer, ni hay casa, ni Rancho, ni en muchas leguas." Quedaron los Padres admirados, mirándose unos a los otros, y los Arrieros ratificándose en lo dicho de que no había tal casa en el camino: Los Misioneros atribuyeron a la Divina providencia el haberlos favorecido con aquel hospicio, y que sin duda serían los que lo habitaban Jesús, María y José, reflejando no sólo en el aseo y limpieza de la casa (aunque pobre) y el cariño afectuoso con que los habían hospedado y regalado; sino en el consuelo interior y extraordinario que allí habían sentido sus corazones. Dieron a Dios nuestro Señor las debidas gracias por el especial beneficio que habían recibido, y avivaron más y más su fe de que no les faltaría la Divina providencia; como así lo vieron cumplido en los treinta y dos días que les duró el viaje desde la Huasteca hasta el Colegio.

En uno de los dichos Pueblos en que hizo Misión el V. Padre experimentó en sí aquella promesa que hizo Jesucristo a los Apóstoles, y refiere el Evangelista San Marcos (cap.16 y 18.) Si mortiferum quid biberint, non eis nocebit. Celebrando Misa el Siervo de Dios, le pareció que al tiempo de consumir el Sanguis le había caído en el estómago un gran peso como si fuese plomo, en términos que lo inmutó todo, y en parte lo trabó: no obstante puso el vino para la purificación; pero lo mismo fue tomarlo que quedar totalmente trabado, y si no ha estado tan pronto uno de los que asistian a la Misa, hubiera caído en tierra el V. Padre: lleváronlo luego a la Sacristía, y desnudándole los ornamentos lo pusieron en cama, creyendo todos (luego que supieron el caso) que le habían puesto veneno en la vinagrera del vino, para quitarle la vida. Luego que lo supo un Caballero Asturiano vecino del mismo Pueblo, muy afecto a los Religiosos, como Hermano que era de toda la Religión por Patente de nuestro Rmô. P. General, ocurrió al Convento con una bebida eficaz contra veneno, diciéndole que la bebiese, era muy propia para el intento. Miróla el V. Padre que la traían en un vaso de cristal, y sonriéndose dio a entender, no la quería tomar: quedando corrido el Hermano, le dijo, si quería aceite para deponer el estómago, y haciendo la seña de que sí, lo tomó, y entonces ya pudo articular algunas palabras, siendo las primeras las citadas de San Marcos. No le causó basca alguna el aceite, ni vomitó; pero sí lo sanó, bien fuese por virtud del medicamento (como defienden algunos que la tiene, embotando los ácidos corrosivos del veneno) o por la fe del V.

Paciente. Lo cierto es, que aquella misma mañana fue a la Iglesia a confesar, como si tal cosa le hubiera sucedido; y a haberle tocado el turno, habría predicado aquel día, como lo hizo el siguiente. Viendo el Hermano sano ya al R. Padre, fue a visitarlo, y después de darle los parabienes, le dijo en tono de queja: "¿Es posible, mi Padre Junípero, que me hiciese el desaire de no querer tomar mi medicina, que era eficacísima contra veneno?" "A la verdad, Señor Hermano, (respondió) que no fue por hacerle el desaire, ni por dudar que tuviese virtud, ni menos por tener asco de ella, pues en otras circunstancias la habría tomado; pero yo acababa de tomar el pan de Angeles, que por la consagración dejó de ser pan, y se convirtió en el Cuerpo de mi Señor Jesucristo: ¿cómo quería Vm. que yo, tras de un bocado tan Divino, tomase una bebida tan asquerosa, que había sido pan, y ya no lo era? Luego conocí de lo que se componía, aunque venía en un vaso tan limpio". Confesó el Caballero la verdad, como también, que él, por sus propias manos, no fiando a otro, había desleido la triaca (que así llamaba al único ingrediente de que estaba compuesta aquella inmunda bebida) quedando muy edificado de la fe y religión del V. Padre. En aquella gran Misión, que con otros cinco Compañeros predicó en el Obispado de Oaxaca, entre el mucho fruto que logró en ella, fue muy singular la conversión de una mujer, en la Ciudad de Antequera, Capital de aquel Obispado.

Vivía ésta en mal estado con un hombre rico y poderoso, desde edad de catorce años, en que habiéndose éste aficionado ciegamente de ella, y no pudiéndola lograr para Esposa (por ser casado en España) la tomó por concubina: Llevóla a su casa, viviendo con ella como si fuera su propia mujer, como por tal la tenían todos los moradores de aquella Ciudad. En este infeliz estado vivieron catorce años: Llegó a oidos de la mujer la voz de la Misión que se predicaba por los contornos de aquel lugar, y de los muchos que se convertían a Dios, como también de que los Padres habían de entrar a predicar allí. Estas voces fueron los golpes fuertes con que Dios tocó al corazón de aquella pecadora, la que no haciéndose sorda, trató luego de separarse de tan perniciosa amistad, y volverse a la de Dios. Diole parte al cómplice de sus delitos; pero éste la disuadió, diciéndola que no pensase en ello por entonces, amenazándola con que si tal hacía, haría él un disparate, que la mataría, o que él se quitaría la vida. Llegó la Misión a la Ciudad cuando menos la esperaban sus vecinos, pues informado el Illmô. Señor Obispo de que los Padres intentaban entrar la noche de la Dominica de Quincuagésima, con el fin de evitar las muchas ofensas, que por lo común, se hacen a Dios en los días del Carnaval (alegrándose mucho aquel celosísimo Prelado, que había pedido la Misión) les respondió: que le parecía muy bien, y que no lo divulgaría (como se lo suplicaban) para cogerlos a todos descuidados.

Entraron con gran silencio los seis Misioneros, y repartidos de dos en dos por las calles de la Ciudad, enarbolando el Santo Cristo, dieron el asalto, disparando abundantes saetas que glosaban con fervorosas Pláticas. Conmovióse sobre manera toda la gente de suerte que desamparando las casas, y agolpándose en las calles, siguieron todos a los Padres hasta la Catedral, y convidados para el día siguiente al Sermón de anuncio y publicación de la Misión, se retiraron a sus habitaciones compungidos y llorosos. Una de las saetas que pronunció uno de los Misioneros, hirió el corazon de aquella pecadora de tal suerte, que le pareció se lo había traspasado, según el dolor grande que sentía de sus pecados, y deseos de convertirse a Dios verdaderamente. Dispúsose para confesar, y examinada, se fue a los pies del V. Padre Fr. Junípero: Diole cuenta de la vida que había tenido, y propósito con que se hallaba de dejar tan peligrosa amistad y compañía. Animóla el fervoroso Padre después de confesada generalmente, encargándole buscase casa donde vivir. Así lo ejecutó; pero aquel hombre (ciego con su pasión) hacía cuantas diligencias consideraba oportunas para atraerla a su antigua amistad; pero ella constante en el propósito, frecuentaba los Santos Sacramentos; y despreciando los halagos, promesas y amenazas de que se ahorcaría, se mantuvo en su arrepentimiento con magnánima constancia. Comunicábalo todo al V. Confesor, y diciéndole que no se consideraba segura en la casa que vivía, precavió este peligro el Siervo de Dios, buscándole otra de una devota Señora de las principales de la Ciudad, que la recibió con especial gusto.

Aún de aquella habitación quería sacarla; pero no siendole posible, una noche, desesperado, cogió un dogal, y yéndose con él a la citada casa, en una reja de hierro se ahorcó, entregando su alma a los Demonios; en cuyo mismo instante se sintió en la Ciudad un gran temblor, o terremoto, que asustó a todos. A la mañana siguiente se dejó ver el miserable ahorcado, causando general horror y espanto, y singularmente a la convertida mujer, que viendo aquel espectáculo (a imitación de Santa Margarita de Cortona) se quitó luego el cabello, y vestida de ásperos cilicios, y de un saco en forma de túnica, anduvo por la Ciudad de Antequera, pidiendo, a gritos, perdón de sus pecados, y escandalosa vida que había tenido; quedando todos edificados y compungidos de ver tan rara conversión y penitencia; y no menos temerosos de la Divina Justicia, con escarmiento de aquel infeliz; por cuya causa se lograron innumerables conversiones, y por consiguiente mucho fruto de la citada Misión. Otros casos podría referir; pero la dilatada narración de la última tarea de la vida del V. Padre Junípero (donde este Apostólico Varón echó el resto de sus afanes) me llama con instancia, y no me permite dilación.

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