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Datos principales


Desarrollo


En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Venero de Leiva. Su vuelta a España. La venida de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, con la venida del licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de la Real Audiencia y su muerte Gobernó el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva este Reino tiempo de diez años, con grande cristianidad. Doña María Dondegardo, su legítima mujer, mujer valerosa, le ayudaba mucho a las obras de caridad, porque nadie salió de su presencia desconsolado. El presidente mantenía a todos en paz y justicia: ponía gran calor en la conversión de los naturales, mandándolos poblar juntos en sus pueblos, fomentando las iglesias de ellos. Envió un oidor a la Real Audiencia a visitar la tierra y a dar calor a la poblazón de los naturales, y a defenderlos y desagraviarlos. Fue muy agradable el tiempo de su gobierno y llamáronle el "siglo dorado". En este tiempo, sucedió en la ciudad de Tunja la muerte de Jorge Voto, que le mató don Pedro Bravo de Rivera, encomendero de Chivatá; y a este negocio fue el presidente en persona a aquella ciudad. En esta razón, se pregonó aquel auto que dije atrás, acerca del servicio personal de estos naturales, sobre que no los cargasen, agraviasen y maltratasen; cerró el auto diciendo que los cumpliesen, "so pena de doscientos azotes". Halláronse muchos capitanes conquistadores en la esquina de la calle real cuando se dio este pregón. El que primero habló fue el capitán Zorro, echando el canto de la capa sobre el hombro izquierdo, y diciendo: "¡Voto a Dios, señores capitanes, que estamos todos los azotados! ¿Pues este bellaco, ladrón, ganó por ventura la tierra? Síganme, caballeros, que lo he de hacer pedazos".

Partieron todos en tropa hacia las casas reales, terciadas las capas y empuñadas las espadas, diciendo palabras injuriosas. Estaba el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada debajo de los portales de la plaza, hablando con el capitán Alonso de Olalla, el cojo; y aunque había oído la voz del pregón, no sabía la substancia. Mas de ver a los capitanes alborotados, hablando en altas voces, con los delanteros se informó del caso; dejó al capitán Olalla, que se juntó con los demás, y con la mayor presteza que pudo subió a la sala del Acuerdo, a donde halló al oidor Melchor Pérez de Arteaga, a quien se atribuyó este auto, porque el presidente estaba ausente, como queda dicho. Hallóle el Adelantado con una partesana en las manos; diole voces diciendo: "¡A la vara del Rey, a la vara del Rey, que no es tiempo de partesanas!". Díjose que la presidenta, doña María Dondegardo, que había acudido a la sala a reparar con su presencia parte del daño, le puso al oidor la vara en las manos. Unos capitanes acudieron a la ventana del Acuerdo con las espadas desnudas, las puntas en alto, diciendo en altas voces: "Echadnos acá ese ladrón, echadnos acá ese bellaco", y otras palabras injuriosas. Los otros capitanes subieron a la sala del Acuerdo, a donde hallaron a la puerta de él al Adelantado Jiménez de Quesada, el cual les respondió y requirió de parte del Rey nuestro señor no pasasen de allí hasta que se enterasen de la verdad. Respondió el oidor en alta voz: "Yo no he mandado tal"; con lo cual se sosegaron los capitanes.

Salió la señora presidenta y llamólos; fuéronle acompañando hasta su cuarto; dieron aviso a los que esperaban a la ventana, de lo que pasaba; con que se desviaron de ella. Echóse la culpa al secretario; el secretario al escribiente, y éste a la pluma; con lo cual se sosegó este alboroto. Pero este auto y el que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios contra las hechiceras o brujas, nunca más parecieron vivos ni muertos; lo cierto debió de ser que los echaron en el archivo del fuego. Ya dije cómo cuando esto pasó estaba el presidente ausente de la ciudad de Tunja, que había ido a la averiguación de aquella muerte, y el matador estaba retraído en la iglesia; y el corregidor, que había enviado el informe a la Real Audiencia, estaba con él, ambos en un grillo; y por ser este caso ejemplar le pongo aquí, que es su lugar, lo cual pasó así: En la gobernación de Venezuela, y en la ciudad de Carora, estaba casado un don Pedro de Ávila, natural de aquel lugar, con una doña Inés de Hinojosa, criolla de Barquisimeto, en la dicha gobernación. Mujer hermosa por extremo y rica, y el marido bien hacendado; pero tenía este hombre dos faltas muy conocidas: la una, que no se contentaba con sola su mujer, de lo cual ella vivía muy discontenta; la otra, era jugador; que con lo uno y con lo otro traía maltratada su hacienda, y a la mujer, con los celos y juego peor tratada. Llegó en esta sazón a aquella ciudad un Jorge Voto, maestro de danza y músico.

Puso escuela y comenzó a enseñar a los mozos del lugar; y siendo ya más conocido, danzaban las mozas también. Doña Inés tenía una sobrina, llamada doña Juana. Rogóle al don Pedro, su marido, le dijese al Jorge Voto la enseñase a danzar. Hízolo así don Pedro, y con esto tuvo la ocasión de revolverse con la doña Inés en torpes amores, en cuyo seguimiento trataron los dos la muerte al don Pedro de Ávila, su marido. Resuelto en esta maldad, el Jorge Voto alzó la escuela de danza que tenía; trató de hacer viaje a este Reino, y despidióse de sus amigos y conocidos. Salió de Carora a la vista de todos; caminó tres días en seguimiento de su viaje, y al cabo de ellos revolvió sobre la ciudad, a poner en ejecución lo tratado. Dejó la cabalgadura en una montañuela junto al pueblo; entróse en él disfrazado y de noche. De días atrás tenía reconocidas las paradas del don Pedro y las tablas de juego a donde acudía. Fue en busca de él y hallóle jugando; aguardóle a la vuelta de una esquina, a donde le dio de estocadas y le mató; lo cual hecho, tomó la cabalgadura de donde la dejó, y siguió su viaje hasta la ciudad de Pamplona a donde hizo alto esperando el aviso de doña Inés; la cual: sabida la muerte del marido, hizo grandes extremos y dio grandes querellas, con que se pretendieron muchos sin culpa, de que tuvieron buena salida, porque no se pudo averiguar quién fuese el matador, y el tiempo le puso silencio; en el cual los amantes, con cartas de pésame, se comunicaron.

Y resultó que al cabo de más de un año, la doña Inés vendió sus haciendas, recogió sus bienes, y con su sobrina doña Juana se vino a Pamplona, a donde el Jorge Voto tenía puesta escuela de danza; a donde al cabo de muchos días trataron de casarse, lo cual efectuado se vinieron a vivir a la ciudad de Tunja. Tomaron casa en la calle que dicen del árbol, que va a las monjas de la Concepción, frontero de la casa del escribano Vaca, yerno de don Pedro Bravo de Rivera. En esta ciudad puso también el Jorge Voto escuela de danza, con que se sustentaba; y algunas veces venía a esta de Santa Fe, a donde también daba lecciones, y se volvía a Tunja. La hermosura de doña Inés llamó a sí a don Pedro Bravo de Rivera (con razón llamaron a la hermosura "callado engaño", porque muchos hablando engañan, y ella, aunque calle, ciega, ceba y engaña). Paréceme que me ha de poner pleito de querella la hermosura en algún tribunal, que me ha de dar en qué entender; pero no se me da nada, porque ya me colgué sobre los setenta años. Yo no la quiero mal; pero he de decir lo que dicen de ella; con esto la quiero desenojar. La hermosura es un don dado por Dios, y usando los hombres mal de ella, se hace mala. En otra parte la toparé,, y diré otro poquito de ella. Don Pedro Bravo de Rivera vivía en la propia calle; solicitó a la doña Inés y alcanzó de ella todo lo que quiso; y siguiendo sus amores, para tener entrada con más seguridad, trató de casarse con la doña Juana, sobrina de doña Inés, y platicólo con el Jorge Voto, que lo estimó en mucho, ofreciéndole su persona y casa; con lo cual el don Pedro entraba y salía de ella a todas horas.

No se contentaron estos amantes con esta largura, antes bien, procuraron más; y fue que el don Pedro tomó casa que lindase con la de doña Inés, y procuró que su recámara lindase con la suya de ella. Arrimaron las camas a la pared, la cual rompieron, yendo por dentro las colgaduras, pasadizo en que se juntaban a todas horas. Pues aun esto no bastó, que pasó más adelante el daño, porque la mala conciencia no tiene lugar seguro y siempre anda sospechosa y sobresaltada. Al ladrón las hojas de los árboles le parecen varas de la justicia; al malhechor cualquiera sombra le asombra; y así, a la doña Inés le parecía que el agujero hecho entre las dos camas lo veía ya su marido, y que la sangre del muerto don Pedro, su marido, pedía sobresalto, lo cual no se le escondía al don Pedro Bravo de Rivera, que comunicándolo con la doña Inés y procurando el medio mejor para su seguridad, le concluyó ella diciendo que ninguno la podía asegurar mejor que la muerte de Jorge Voto, pareciéndole que ya estaba desposeído de la hermosura que gozaba. Respondióle que "por su gusto no habría riesgo a que no se pusiese". Este fue el primer punto y concierto que se dio en la muerte de Jorge Voto. ¡Oh hermosura! Los gentiles la llamaron dádiva breve de naturaleza, y dádiva quebradiza, por lo presto que se pasa y las muchas cosas con que se quiebra y pierde. También la llamaron lazo disimulado, porque se cazaban con ella las voluntades indiscretas y mal consideradas. Yo les quiero ayudar un poquito.

La hermosura es flor que mientras más la manosean, o ella se deja manosear, más presto se marchita. Salió don Pedro Bravo de Rivera, con lo que le había pasado con su querida doña Inés, casi sin sentido, o, por mejor decir, fuera de todo él. Tenía un hermano mestizo, llamado Hernán Bravo de Rivera que se habían criado juntos y se favorecían como hermanos. Tratóle el caso y lo que determinaba hacer. El Hernán Bravo no le salió bien al intento, antes le afeó el negocio, diciéndole que no era hecho de hombre hidalgo el que intentaba, y que le daba de consejo se apartase de la ocasión que a tal cosa le obligaba; con lo cual el don Pedro se despidió de él muy desabrido, diciéndole que no le viese más, ni le hablase. Despidiéronse desabridos. Fue el don Pedro en busca de un íntimo amigo que tenía, llamado Pedro de Hungría, que era sacristán de la iglesia mayor de aquella ciudad. Propúsole el caso y salióle el Pedro de Hungría tan bien a él, que le colmó el deseo. Díjole también lo que le había pasado con su hermano Hernán Bravo, y el Pedro de Hungría se encargó de traello a su gusto, lo cual no le fue dificultoso, por la amistad que con él tenía; con lo cual trataron y comunicaron el orden que habían de tener en matar al Jorge Voto, de manera que no fuesen sentidos. De todo dio parte el don Pedro a la doña Inés, la cual le espoleaba el ánimo a que lo concluyese. En esto acabó esta mujer de echar el sello a su perversidad; y Dios nos libre, señores, cuando una mujer se determina y pierde la vergüenza y el temor a Dios, porque no habrá maldad que no cometa ni crueldad que no ejecute; porque, a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.

El don Pedro Bravo de Rivera, para poner en ejecución lo concertado, apretó lo del casamiento de la doña Juana, sobrina de la doña Inés, diciendo que se viniese a esta ciudad de Santa Fe a pedir licencia al señor arzobispo para ello, porque no la quería pedir en Tunja, que lo estorbaría su madre y su cuñado. Todo esto era traza para que el Jorge Voto viniese por la licencia, para matarle por el camino. En fin, le dieron dineros, todo avío y despacháronlo para esta ciudad. Salió de Tunja después de mediodía, y en su seguimiento, siempre a una visita, el don Pedro Bravo, Hernán Bravo su hermano, y don Pedro de Hungría, el sacristán. Llegó el Jorge Voto, al anochecer, a la venta vieja que estaba junto a la puerta de Boyacá, a donde se quedó a dormir aquella noche. Estaban en la venta otros huéspedes; el Jorge Voto pidió aposento aparte, donde se acomodó. Cerrada ya bien la noche, el don Pedro Bravo envió al hermano a que reconociese dónde se había alojado el Jorge Voto; el cual fue disfrazado en hábito de indio, y lo reconoció todo. Volvió al hermano y diole el aviso, el cual le dijo: --"Pues tomad esta daga y entrad en el aposento donde él está y dadle puñaladas, que yo y Pedro de Hungría os haremos espaldas". Con esto tomó la daga, fuese al aposento donde dormía Jorge Voto, hallóle dormido, y en lugar de matarle le tiró recio el dedo pulgar del pie. Dio voces el Jorge Voto, diciendo: --"¿Quién anda aquí? ¿Qué es esto? ¡Ah señores huéspedes, aquí andan ladrones!", con que alborotó la venta y no se ejecutó el intento del don Pedro; el cual, visto el alboroto, se volvió aquella noche a Tunja, y antes que fuese día despachó un indio con una carta para el Jorge Voto, en que le avisaba cómo se sabía en Tunja a lo que iba a Santafé; y que de donde aquella carta le alcanzase se volviese; lo cual cumplió el Jorge Voto luego que recibió la carta.

Dejaron sosegar el negocio, y por muchos días no se trató del casamiento; en el cual tiempo acordaron de matarle en la ciudad, como mejor pudiesen. Concertóse que el Hernán Bravo y el Pedro de Hungría se vistiesen en hábito de mujeres, y que se fuesen a la quebrada honda que está junto a Santa Lucía, cobijados con unas sábanas, y que el don Pedro llevaría allí al Jorge Voto, donde lo matarían. Tratado esto, un viernes en la noche trató el don Pedro que hubiese en casa del Jorge Voto una suntuosa cena, y los convidados fueron: Pedro de Hungría, el sacristán, y Hernán Bravo de Rivera; don Pedro su hermano; las dos damas y el Jorge Voto. Estando cenando dijo el don Pedro al Jorge Voto: --"¿Quereisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han rogado os lleve allá, que os quieren ver danzar y tañer?". Respondióle que "de muy buena gana lo haría, por mandárselo él". Acabada la cena, el Jorge Voto pidió una vigüela; comenzóla a templar; pidió un cuchillo para aderezar un traste de vigüela, y habiéndolo soltado, tomó el Hernán Bravo el cuchillo, y comenzó a escribir sobre la mesa con él. Habiendo escrito, díjole al Jorge Voto: --"¿Qué dice este renglón?". Lo que contenía era esto: "Jorge Voto, no salgáis esta noche de casa, porque os quieren matar". Aunque el Jorge Voto lo leyó, y otro del mismo tenor que le puso, no hizo caso de ello, y antes se rió. Muy a tiempo tuvo el aviso de su daño; pero cuando Dios Nuestro Señor permite que uno se pierda, también permite que no acierte en consejo que se tome, como se vio en este hombre; porque sustanciando esta causa, el presidente vio estos dos renglones, escritos sobre la mesa donde cenaron.

El don Pedro Bravo estaba sentado con la doña Inés y con la doña Juana, su sobrina, desde donde dijo a su hermano y al Pedro de Hungría: --"Señores, váyanse con Dios a lo que tuvieren que hacer, porque han de ir conmigo". Con lo cual se fueron los dos, y el don Pedro se quedó hablando con las mujeres y haciendo tiempo para que entrase bien la noche; y siendo hora, le dijo al Jorge Voto: --"Vamos, que ya se hace tarde, no esperen aquellas damas más". Tomó el Jorge Voto su espada y capa y la vigüela, y fuéronse. Llevóle el don Pedro atrás de unas casas altas, que tenían ventanas abiertas. Llegado a ellas dijo: --"No están aquí estas señoras, que se cansarían de esperar; vamos, que yo sé dónde las hemos de hallar". Cogió una calle abajo, hacia Santa Lucía. Llegados al puente de la quebrada y antes de pasalla, miró hacia abajo; vio los dos bultos blanqueando, y díjole al Jorge Voto: --"Allí están, vamos allá". Fuéronse allegando hacia los bultos, los cuales viéndolos cerca, soltaron las sábanas y metieron mano a las espadas. El Jorge Voto soltó la vigüela y sacó su espada; el don Pedro Bravo hizo lo propio; y como más cercano de Jorge Voto, le dio por un costado la primera estocada (y podríamos decir que se la dio don Pedro de Ávila, por las que él le dio en Carora, y le mató, porque cuando falta la justicia en la tierra la envía Dios del cielo por el camino que él es servido). Cargaron sobre él los otros dos contrarios, y diéronle tantas estocadas, que lo acabaron de matar.

Echaron el cuerpo en un profundo hoyo de aquella quebrada, con lo cual se fue cada uno a su casa, y el don Pedro a la doña Inés, a darle aviso de lo que se había hecho. Antiguamente no había fuente de agua en la plaza de Tunja, como la hay agora, y así era necesario ir a la fuente grande, que estaba fuera de la ciudad, por agua. Había madrugado la gente, y llegando a esta quebrada vieron el rastro de la sangre; fuéronle siguiendo hasta donde estaba el cuerpo, al cual vieron en el hoyo. Dieron aviso a la justicia; acudió luego al caso el corregidor, que en aquella sazón lo era Juan de Villalobos. Mandó sacar el cuerpo y llevarlo a la plaza; echó luego un bando en que mandó que estantes y habitantes pareciesen luego ante él. Acudió la gente de la ciudad, que sólo faltó el don Pedro Bravo de Rivera y su hermano. A estos alborotos y ruido salió la doña Inés de su casa, en cabello, dando voces; acudió al corregidor a pedir justicia, el cual estaba junto a la iglesia con el cuerpo, el cual mandó que pusieran en prisión a la doña Inés, lo cual se cumplió. Era sábado; hicieron la señal a misa de Nuestra Señora, entróse la gente y el corregidor en la iglesia, y en el coro de ella halló al don Pedro Bravo de Rivera. Saludáronse y sentóse junto a él, diendo: --"Desde aquí oiremos misa". Ya el corregidor estaba enterado que el don Pedro era el matador, porque no faltó quien le dijese cómo trataba con la doña Inés, por la cual razón lo mandó prender.

Mandó traer un par de grillos, y metiéronse entrambos en ellos, hasta que se acabó la misa. El escribano Vaca, yerno de don Pedro, estaba bien enterado que él había sido el que mató al Jorge Voto. Para ver si podía escapar al cuñado y ponello en salvo, mandó ensillar un caballo bayo, de regalo que el don Pedro tenía en la caballeriza. Arrimóle una lanza y una adarga, y echó en una bolsa de la silla quinientos pesos de oro, y fue en busca del don Pedro, porque no sabia lo que pasaba en la iglesia. El sacristán Pedro de Hungría estaba ayudando al cura en la misa; al servirle las vinajeras, viole el cura la manga toda manchada de sangre; díjole: --"¡Traidor!¿Por ventura has sido tú en la muerte de este hombre?". Respondióle que no. Estaba la iglesia alborotada con lo que había pasado en el coro. Acabada la misa, acudió el cura a donde estaba el corregidor, que hallólo metido en los grillos con el don Pedro Bravo. Pasaron entre los dos algunas razones, y el corregidor, por excusar disgustos, echó un bando en que mandó que todos los vecinos de Tunja trujesen sus camas a la iglesia y le viniesen a acompañar, so pena de traidores al rey y de mil pesos para la Real Cámara, con lo cual lo acompañó casi toda la ciudad. Al punto hizo un propio y despachó el informe a la Real Audiencia; y salió, como tengo dicho, al caso, el propio presidente Venero de Leiva. El sacristán Pedro de Hungría, que desde el altar había oído el ruido que andaba en el coro, en saliendo el cura de la sacristía, salió tras él, y dejándolo hablando con el corregidor, y la gente ocupada en las razones que pasaban, se salió de la iglesia y fuese derecho a casa del don Pedro Bravo, a donde halló el caballo ensillado; y sin hacer caso de lanza y adarga, subió en él y salió de Tunja, entre las nueve y las diez del día, el propio sábado.

El domingo siguiente a las propias horas, poco más o menos, allegó a las orillas del Río Grande de la Magdalena, al paso de la canoa del capitán Bocanegra. Estaban los indios aderezando la canoa para que pasase el mayordomo y la gente a ir a misa a un pueblo de indios, allí cercano. Pidióles que lo pasasen; que se les pagaría; dijéronle los indios que esperase un poco y pasaría con el mayordomo. No le pareció bien; fuese el río abajo a una playa, a donde abajó; y de ella se arrojó al río con el caballo. Los indios le dieron voces que esperase; a las voces salió el mayordomo, y como lo vio, mandó a los indios que le siguiesen con la canoa, y por prisa que se dio salió primero del agua el caballo; el cual saliendo se sacudió, subió por una montañuela, donde le perdieron de vista; y por prisa que se dio el mayordomo no le pudo alcanzar, ni le vio más. Si este caso no tuviera tantos testigos, no me atrevería a escribirlo, porque siguiendo la justicia a este Pedro de Hungría, se averiguó todo esto. Aquella noche arribó a un hato de vacas de un vecino de Ibagué, el cual le hospedó, y viéndole tan mojado le preguntó que cómo ansí, no habiendo llovido. Respondióle que había caído en el río de las Piedras, que también le pasó. Mandóle desnudar y diole con que se abrigase, y de comer. Reparó el vecino en que se andaba escondiendo, y se recelaba de la gente de la propia casa; allegóse a él y díjole que le dijese qué le había sucedido, y de dónde venía, y que le daba su palabra de favorecerle en cuanto pudiese.

Entonces el Pedro de Hungría le contó cómo dejaba muerto un hombre, callando todo lo demás. Considerando el señor de la casa o posada que podría haber sido caso fortuito, no le preguntó más; consolóle y púsole ánimo. El día siguiente le dijo la jornada que había hecho aquel caballo en que venía. Respondióle el huésped: --"Pues fuerza es que a otra, o otras dos, os haya de faltar; hay allí buenos caballos, tomad el que os pareciere, y dejad ése porque no os falte". Hízolo así, despidióse de su huésped, y nunca más se supo de él ni a dónde fue. De este caballo bayo hay hoy raza en los llanos de Ibargué. El escribano Vaca, sabida la prisión del don Pedro, puso mucha fuerza con sus amigos en que el corregidor lo soltase, con fianzas costosas. Respondió el corregidor a los que le pedían esto, que ya él no era juez de la causa, porque la había remitido a la Real Audiencia; con lo cual les despidió y no le importunaron más. De la fuga del Pedro de Hungría y de lo que la doña Inés decía, se conocieron los culpados. El Hernán Bravo, que había tenido tiempo harto para huir, andaba escondido entre las labranzas de maíz de las cuadras de Tunja; descubriéronlo los muchachos que lo habían visto, y al fin lo prendieron. Llegó el presidente dentro del tercero día de como recibió el informe; sacó de la iglesia al don Pedro Bravo de Rivera, substanció la causa y pronunció en ella sentencia de muerte contra los culpados. Al don Pedro confiscó los bienes; la encomienda de Chivatá, que era suya, la puso en la Corona, como lo está hoy.

Degollaron al don Pedro; a su hermano Hernán Bravo ahorcaron en la esquina de la calle de Jorge Voto; y a la doña Inés la ahorcaron de un árbol que tenía junto a su puerta, el cual vive hasta hoy, aunque seco, con hacer más de setenta años que sucedió este caso. ¡Oh hermosura desdichada, mal empleada, pues tantos daños causaste por no corregirte con la razón! Acabados los negocios de Tunja, se volvió el presidente a la Real Audiencia. Había enviado por licencia para irse a España, y esperaba la razón de ella. Por muerte de don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Nuevo Reino, fue electo por segundo arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, del orden de San Francisco, caballero notorio, primo del conde de Barajas, presidente de Castilla, don Francisco Zapata, que tiene su casa en Llerena de Extremadura, patria de este prelado; el cual antes de ser electo visitó las provincias que su religión tenía en el Pirú, tan a satisfacción de su general y del rey, que le dio el obispado de Cartagena, y antes que saliese de España ascendió a este arzobispado. Llegó a él por abril de 1573 años, y en el siguiente de 574 partió el doctor Venero de Leiva para España, dejando este Reino muy aficionado a su buen gobierno. Llamóse mucho tiempo "Padre de la Patria", y sus cosas se estimaron siempre en mucho. Durante su gobierno, mataron al Capitán Zorro en un juego de cañas. Matóle un hijo natural del Mariscal Venegas, dándole con la caña que le tiró por una sien, pasóle siete dobleces de toca y un bonete colorado que traía, metiéndole la vara por la sien, de que cayó luego en la plaza; lleváronle a su casa y luego murió.

Díjose al principio que la vara llevaba un casquillo de acero, y que le había muerto por un encuentro que había tenido con él el Mariscal su padre. El mozo se ausentó, que no pareció más. Lo cierto fue caso desgraciado, porque la vara con que le tiró no tenía más que el corte del machete o cuchillo con que se cortó en el monte, pero éste afilado; también se probó en el descargo cómo por tres veces le había perseguido, diciendo: "¡Adárgate, capitán Zorro! ¡Adárgate, capitán Zorro!", y a la tercera vez despidió la caña; ni tampoco se puede creer que tenía por muy cierto que le había de dar por la sien. El caso fue desgraciado. El licenciado Francisco Briceño, después de la visita de don Sebastián Benalcázar y pasada la del licenciado Juan de Montaño, de que salió bien, fue a España y de ella salió proveído por presidente de la Real Audiencia de este Reino, al cual vino al principio del año de 1574, y en el siguiente de 1575 murió. Yendo yo a la escuela (que había madrugado por ganar la palmeta), llegando junto al campanario de la iglesia mayor, que era de paja, y también lo era la iglesia por haberse caído la de teja que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios hasta la capilla mayor, asomóse una mujer en el balcón de las casas reales, dando voces: "¡Que se muere el presidente! ¡Que se muere el presidente!" Hernando Arias Torero, que era mayordomo de la obra de la iglesia mayor, se estaba vistiendo junto a la puerta de su casa; oyó las voces, y sin acabarse de vestir fue corriendo por la plaza a casa del presidente. Antonio Cid, que era cantero de la propia obra, venía saliendo por la esquina de la calle real; y como vio correr a Hernando Arias, partió tras de él corriendo. Llegando al campanario, donde yo estaba, soltó la capa diciendo: "niño tráeme esta capa"; alcéla y fuime tras ellos. Subimos a la cama del presidente, pero cuando llegamos ya estaba muerto. Dijo la mujer que de una purga que había tomado, que no la pudo echar del cuerpo. Está enterrado en la catedral de esta ciudad.

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