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CAPÍTULO VIII Del uso de mortuorios que tuvieron los mexicanos y otras naciones Habiendo referido lo que en el Pirú usaron muchas naciones con sus defuntos, es bien hacer especial mención de los mexicanos en esta parte, cuyos mortuorios eran solemnísimos y llenos de grandes disparates. Era oficio de sacerdotes y religiosos en México (que los había con extraña observancia, como se dirá después), enterrar los muertos, y hacerles sus exequias, y los lugares donde los enterraban, eran las sementeras y patios de sus casas proprias; a otros llevaban a los sacrificaderos de los montes; otros quemaban y enterraban las cenizas en los templos, y a todos enterraban con cuanta ropa, y joyas y piedras tenían, y a los que quemaban, metían las cenizas en unas ollas, y en ellas las joyas, y piedras y atavíos, por ricos que fuesen. Cantaban los oficios funerales como responsos, y levantaban a los cuerpos de los defuntos muchas veces, haciendo muchas ceremonias. En estos mortuorios, comían y bebían, y si eran personas de calidad, daban de vestir a todos los que habían acudido al enterramiento. En muriendo alguno, poníanle tendido en un aposento, hasta que acudían de todas partes los amigos y conocidos, los cuales traían presentes al muerto, y le saludaban como si fuera vivo; y si era rey o señor de algún pueblo, le ofrecían esclavos para que los matasen con él y le fuesen a servir al otro mundo. Mataban asimismo al sacerdote o capellán que tenía, porque todos los señores tenían un sacerdote que dentro de casa les administraba las ceremonias, y así le mataban para que fuese a administrar al muerto.

Mataban al maestresala, al copero, a los hermanos que más le habían servido, lo cual era grandeza entre los señores servirse de sus hermanos y de los referidos. Finalmente, mataban a todos los de su casa, para llevar a poner casa al otro mundo. Y porque no tuviesen allá pobreza, enterraban mucha riqueza de oro, plata y piedras, ricas cortinas de muchas labores, brazaletes de oro y otras ricas piezas, y si quemaban al defunto, hacían lo mismo con toda la gente y atavíos que le daban para el otro mundo. Tomaban toda aquella ceniza y enterrábanla con grande solemnidad; duraban las exequias diez días de lamentables y llorosos cantos. Sacaban los sacerdotes a los defuntos con diversas ceremonias, según ellos lo pedían, las cuales eran tantas que cuasi no se podían numerar. A los capitanes y grandes señores les ponían sus insignias y trofeos, según sus hazañas y valor que habían tenido en las guerras y gobierno, que para esto tenían sus particulares blasones y armas. Llevaban todas estas cosas y señales al lugar donde había de ser enterrado o quemado, delante del cuerpo, acompañándole con ellas en procesión, donde iban los sacerdotes y dignidades del templo con diversos aparatos; unos enciensando y otros cantando, y otros tañendo tristes flautas y atambores, lo cual aumentaba mucho el llanto de los vasallos y parientes. El sacerdote que hacía el oficio, iba ataviado con las insignias del ídolo a quien había representado el muerto, porque todos los señores representaban a los ídolos, y tenían sus renombres, a cuya causa eran tan estimados y honrados.

Estas insignias sobredichas llevaba de ordinario la orden de la Caballería; y al que quemaban, después de haberle llevado al lugar adonde habían de hacer las cenizas, rodeábanle de tea a él y a todo lo que pertenecía a su matalotaje, como queda dicho, y pegábanle fuego, aumentándolo siempre con maderos resinosos, hasta que todo se hacía ceniza. Salía luego un sacerdote vestido con unos atavíos de demonio, con bocas por todas las coyunturas y muchos ojos de espejuelos, con un gran palo, y con él revolvía todas aquellas cenizas con gran ánimo y denuedo, el cual hacía una representación tan fiera, que ponía grima a todos los presentes. Y algunas veces este ministro sacaba otros trajes diferentes, según era la cualidad del que moría. Esta digresión de los muertos y mortuorios, se ha hecho por ocasión de la idolatría de los defuntos; agora será justo volver al intento principal y acabar con esta materia.

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