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Datos principales


Desarrollo


De cómo el adelantado saltó en la isla de Santa Cristina, y lo que pasó con los indios de ella El día después de surtos, que se contaron veinte y ocho de julio, salió a tierra el adelantado y llevó a su mujer y la mayor parte de la gente a oír la primera misa que el vicario dijo, a que los indios estuvieron de rodillas con gran silencio y atentos, haciendo todo lo que veían hacer a los cristianos, mostrándose muy en paz. Asentóse junto a doña Isabel, a hacerla aire, una muy hermosa india, y de tan rubios cabellos que procuró hacerla cortar unos pocos, y por ver que se recató, lo dejaron de hacer por no enojarla. El general, en nombre de S. M., tomó posesión de todas cuatro islas, paseó el pueblo, sembró maíz delante de los indios y habiendo tenido con ellos la posible conversación, se embarcó; quedando el maese de campo en tierra con toda la gente de guerra, que luego a poco rato se trabaron unos con otros. Y los indios tiraron mucha piedra y lanzas con que lastimaron a un soldado de a pie, sin hacer otro daño; y con esto se fueron huyendo al monte, llevando hijos y mujeres, y nuestra gente siguiéndolos, hasta que se emboscaron todos. Arcabucéandolos, fuéronse a las coronas de tres altos cerros y en ellas se hicieron fuertes atrincherados; y por las mañanas y tardes, todos a una voz, hacían un rumor sonoro y concertado que retumbaba por las quebradas y se respondían a gritos. Deseaban hacer mal despidiendo galgas, tirando piedras y lanzas, empero sus diligencias fueron vanas.

El maese de campo puso en tres puestos guardia para asegurar el pueblo y playa, donde las mujeres se estaban recreando, y los marineros haciendo aguada y leña para las naos. Lo que yo sé decir es que si como estos indios son fuertes y animosos usaran flechas, que no faltaran más cuidados que vieron. Muchas diligencias hicieron por ofender, y viendo el poco daño y el mucho que de los arcabuces recibían, procuraban amistad y paces que se dejaba conocer, porque yendo los soldados por sus haciendas, salían amorosamente a ellos, ofreciéndoles racimos de plátanos y otras frutas: parece que debían sentir la falta del regalo de sus casas, porque preguntaban por señas cuándo se habían de ir. Venían ya a los cuerpos de guardia algunos, con cosas de comer que daban a los soldados, y especialmente un indio de buena traza enseñado a persinar y a decir Jesús-María y lo demás; estaban en conversación con sus camaradas, que cada uno tenía el suyo, a quien en viniendo buscaba y se sentaba con él, y por señas unos a otros se preguntaban cómo se llamaba el cielo, tierra, mar, sol, luna, estrellas y todo lo demás que estaba viendo, y ellos muy contentos lo decían y despedían, diciendo amigos, camaradas. Y porque esta amistad no fuese sin paga, hubo cierto hombre que dijo alegre al general, que tenía su perra muy cebada en indios, por un estrago que había hecho la noche atrás adonde tenía de guardia su compañía. Vinieron otro día en dos canoas once indios, y los dos de ellos con unas sartas de cocos en las manos, en pie, dando voces los mostraban: mandóse no les respondiesen, y a los soldados que alistasen sus arcabuces.

Viendo los indios que no les hablaban, hacían sus paradillas; al fin llegaron, y estando junto a la nao, les dispararon a un verso, con que mataron a dos, y los soldados con los arcabuces tres, y los vivos, abajados, bogando apriesa se huyeron. Siguiéronlos en la batel; mas los indios llegaron primero a tierra, y saltando en tierra se vieron sólo tres ir corriendo por encima de las cumbres de unos altos cerros. Trujeron los del batel las canoas, con tres indios que muertos quedaron dentro, porque los demás todos cayeron a la mar; y fue tanta la crueldad, que no faltó quien dijo que con aquellas heridas de la bala del verso, tan fieras y feas, se haría temor a los otros indios, y que lo mismo de fealdad y temor harían las espadas anchas, abriendo grandes cuchilladas; y para que fuesen vistos, los mandó llevar a tierra para que el maese de campo los hiciese ahorcar en parte donde los pudiesen ver los indios. Esto se dijo haber hecho, porque se entendió venían de falso a saber nuestro posible, para venir contra las naos en sus canoas; pero a mí me parece que habían poco que temer cuatro navíos armados, a indios tan desarmados en canoas. El maese de campo hizo colgar los tres indios en la parte más cómoda para el intento referido: los fue a ver cierta persona, y al uno dio una lanzada, y se vino a alabar de aquellas finezas que hizo. Venida la noche, los otros indios los sacaron de allí. Suele un mal ejemplo dar licencia, y la razón vence a quien la conoce.

Tenía cierta persona en su rancho un arcabuz, y un su amigo le cargó y apuntó para tirar a los indios: preguntóle el otro, quitándosele de las manos, qué es lo que pensaba hacer con su buena diligencia; respondió el diligente que matar, porque veía matar. --No es justo, le respondió el amigo, que en negocio de muerte de hombres tanta facilidad se muestre: ¿qué crédito es el que estos indios han cometido para que con ellos se usen crueldades? Ni es valentía con corderos mostrarse leones: mate quien quisiere matar; que si no sabe cuán feo y grave delito es matar un cuerpo que tiene alma, tiempo vendrá que lo sepa, y aunque le pese no le aprovechará. Vino al cuerpo de guardia el indio, que se ha dicho era amigo del capellán, y porque fuese visto del general lo embarcaron muy alegre diciendo: --¡Amigos!, ¡amigos! El adelantado con mucho amor le recibió y regaló; diole conserva y vino, y no la comió y bebió; empezó a mirar los ganados y pareció ponerles nombre; miró la nao y las jarcias, contó los árboles y velas, bajó entre cubiertas y todo lo notó con cuidado más que de indio. Dijéronle, como dijo, dijese Jesús-María; y se persinó con gran risa, mostrando en todo buen ánimo, y luego pidió personas que lo volviesen a tierra; y fue tanta la ley de este indio, que cuando supo que las naos se querían ir, mostró pesarle y se quiso ir con los nuestros. Tuvo el adelantado deseo de poblar estas cuatro islas para hacer su negocio dellas o dejar allí treinta hombres, algunos casados; mostráronse los soldados quejosos de esto, y sabido la mala voluntad, cesó la suya buena. Teníase por cosa cierta haberse muerto en estas islas doscientos indios, y alabarse los impíos y mal considerados soldados del tiro que caían, uno, dos o tres; las cosas tan mal hechas, ni se han de hacer ni alabar, permitir ni sustentar, ni dejar de castigar conforme al tiempo.

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