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Datos principales


Desarrollo


CAPITULO VII Del viaje que el autor hizo, barloventeando las costas de Costa Rica, y de lo que le sucedió en el discurso, junto con algunas observaciones que en dicho tiempo apuntó Dejónos Morgan en tan mísero estado, que era capaz de mostrarnos, al vivo, la paga que al fin los malhechores obtienen, para enmendar y reglar nuestras obras al porvenir; pero siéndonos ya preciso el buscar camino por donde valernos, proseguimos nuestro viaje, barloventeando Costa Rica, donde era nuestro intento adquirir algunas vituallas y calafatear en parte segura nuestra barca, que estaba del todo casi en la imposibilidad de hacer viaje. En pocos días llegamos a un grande puerto llamado Boca del Toro, en e1 cual se halla cantidad de buenas tortugas; tiene de circunferencia diez leguas, poco más o menos, rodeado de islas; de suerte que los navíos al abrigo de ellas quedan en seguridad del ímpetu de vientos. Poseen indios dichas islas, a quienes jamás los españoles han podido subyugar y, por eso, los dan el nombre de indios bravos. Están divididos por la variedad de términos de su lengua, en diversidad de costumbres y condiciones, de que se origina entre ellos una guerra perpetua. Al lado del oriente se hallan algunos de ellos que en tiempos pasados comerciaban mucho con los piratas, vendiéndoles muchos animales que cazan en sus países y toda suerte de frutos que la tierra da, siendo el cambio de estas cosas, hierro que los piratas llevan, corales y otras chucherías de que ellos hacen gran caso, para engalanarse como si les llevasen preciosas joyas, de que no hacen mención aunque las vean.

Cesó este comercio, porque los piratas cometieron barbaridades contra ellos en ciertas ocasiones, que mataron muchos hombres y cogieron sus mujeres para servirse en sus desenfrenados vicios; que fue bastante razón para poner entredicho perpetuo en la continuación de más amistades. Fuimos nosotros a buscar algunos refrescos, siendo nuestra necesidad muy extrema; pero, por mala fortuna, no hallamos más que unos huevos de cocodrilo, de que nos fue preciso el contentarnos por entonces. Partimos de aquellos parajes para los del oriente y encontramos otras barcas con gente del gremio que eran nuestros precedentes camaradas en la congregación de Morgan, los cuales nos dijeron no habían podido hallar consuelo en la grande hambre que padecían; asegurándonos, que ya dicho Morgan estaba reducido con toda su gente a tal miseria, que no podía darlos de comer mas que una vez al día, y ésa muy escasa. Nosotros que vimos los pocos frutos que los otros de allí habían conseguido, fuimos a la costa del Occidente, en cuyos parajes pescamos excesiva cantidad de tortugas, tantas que nos eran necesarias para la provisión de nuestras barcas, aunque fuese por largo tiempo el que careciésemos de carnes o pescados. Hallámonos, después, faltos de agua fresca; no porque en las islas próximas dejase de haber con abundancia, pero no osamos saltar en ellas para buscarla, por las razones sobredichas de enemistades con los indios. No obstante, como en tiempo apretado es menester hacer como se puede y no como se quiere, nos resolvimos a ir todos juntos a una de dichas islas; un partido penetró los bosques y el otro llenaba los toneles de agua.

Aún no se pasó hora entera después que nuestra gente estuvo en tierra, cuando al improviso vinieron los indios, y oímos de uno de los nuestros: ¡A las armas! Las cogimos y tiramos cuanto nos fue posible contra ellos, los cuales no tuvieron ánimo de avanzarnos, antes aún a carrera abierta se refugiaron en los bosques; perseguímoslos un poco de tiempo, pero nuestra agua estimábamos por entonces más que todas otras cualesquiera ventajas. Hallamos dos indios muertos y los ornatos del uno dieron indicios era hombre de condición, sobre el cual hallamos un ceñidor muy ricamente tejido y una barba de oro, esto es, una pequeña plancha que tenía pendiente a los labios por dos hilos, a dos pequeños agujerillos donde estaba atada y le caía sobre la barba. Sus armas eran hechas de astillas de árboles palmites, bien menudamente trabajadas, y a una extremidad tenían una forma de garfio, que parecía estar un poco quemado. Quisiéramos haber tenido la ocasión de hablar un poco con alguno, por ver si, por dulzor de palabras, podíamos reconciliar sus ánimos, a fin de comerciar con ellos y obtener vituallas, que era casi imposible, por lo agreste y salvaje de sus personas; y, aunque todo esto se pasó así, llenamos nuestros toneles de agua y los llevamos a bordo. Entendimos grandes gritos la noche siguiente entre los indios, cuyas voces nos hicieron creer convocaron mucha gente a su socorro los primeros para emprender el cogernos, y que las mismas lamentaciones les servían para dar a entender el dolor que les causó hallar los dos muertos que dijimos.

No vienen jamás sobre las aguas de la mar estos indios, ni se han dado a labrar canoas, ni otra suerte de embarcaciones aún para pescar, lo que totalmente ignoran. Y así, no teniendo más que esperar de aquellas partes, resolvimos la partida para Jamaica, que era el lugar de nuestro destino. Tuvimos el viento contrario, y así bogamos hasta la ribera del Chagre, donde descubrimos un navío que nos dio caza; creíamos era navío de Cartagena enviado al socorro y provisión del mencionado castillo; con que desplegamos todas nuestras velas, corriendo con viento en popa, para buscar algún refugio o escapar; pero estando más velero y diestro que el nuestro, nos ganó el barlovento y atajó el curso; acercándose tanto que descubrimos, y ellos conocieron, éramos recíprocos camaradas en el trato y que tenía designios de ir a Nombre de Dios y de allá a Cartagena, con ánimo de buscar su fortuna; mas como, por entonces, el viento fuese contrario resolvieron el irse en nuestra compañía hacia la parte llamada la Boca del Toro. E1 caso y encuentro sobredicho nos atrasó tanto nuestro camino en el poco tiempo de dos días, que en quince no podríamos recuperar, lo cual nos obligó a volver a nuestro primer lugar, donde quedamos breve espacio de tiempo y de allí pusimos la proa para la Boca del Dragón para hacer provisiones de carne de ciertos animales que los españoles llaman manatíes, y los holandeses vacas de mar, por razón que la cabeza, nariz y los dientes son muy semejantes a los de una vaca.

Hállanse en sitios donde la profundidad de las aguas son muy llenas de hierba, que por analogía, se puede decir, pacen; no tiene orejas y en lugar de ellas tiene dos pequeños agujeros que apenas podrán meter por ellos el dedo meñique de un hombre; cerca del cuello tienen dos alas, debajo de las cuales están dos ubres o tetas, como las de una mujer; la piel es toda unida, a modo de la de un perro de Berbería, y su espesor encima de la espalda se halla gruesa de dos dedos, la cual, estando seca, es tan dura como la de barbas de ballenas, y pueden hacer curiosos bastones a la mano de ellas; el vientre todo es semejante al de una vaca hasta los riñones; su modo de engendrar es del todo parecido a dicho animal terrestre, siendo el macho ni más ni menos que un toro; no pare más que uno cada vez, pero el tiempo que tardan en parir no he podido saberle. Tales peces tienen el sentido del oído muy agudo, de suerte que para pescarlos no se debe hacer el menor rumor, ni aún remar más que muy ligeramente; por cuya razón se suelen servir de ciertas invenciones para bogar, que los indios llaman pagayos, y los españoles caneletas, que aunque con ellas remen no hacen ruido, por el cual se huyan; en dicha pesca no se habla, más lo que uno a otro quiere significar es por señas; el que debe tirar el arpón o garrocha, lo ejecuta del mismo modo que cuando quiere pescar tortugas, aunque los arpones son diferentes, teniendo dos garfios a las dos extremidades y más largos que los de la otra dicha pesca.

Hállanse estos pescados grandes, de veinte a veinticuatro pies de longitud; su carne es muy buena para comer y se parece mucho, en el color, a la de vacas terrestres y, en el sabor, la de puercos. Tienen mucha manteca, que los piratas suelen derretir y guardar en pucheros de España para servirse de ella en lugar de aceite. Cierto día, en el cual no habíamos podido pescar cosa alguna, fuimos unos a la caza y otros a otra pesca; más bien presto, vimos una canoa en que estaban dos indios, que así como nos descubrieron remaron con gran fuerza otra vez hacia su tierra, por no querer comerciar de manera alguna con los piratas. Seguímoslos hasta la costa, pero con su ligereza, siendo mayor que la nuestra, se retiraron antes que pudiésemos llegar a ellos, tirando su canoa al bosque como si fuese una paja, aunque pesaba más de dos mil libras; la cual, como nosotros la hallásemos, tuvimos grande pena a volverla al agua, estando para arrastrarla once personas. Teníamos por entonces un piloto que había estado diversas veces, en aquellas partes, el cual nos contó que entre otras, una flota de piratas llegó allí y salieron en canoas a la pesca y caza de pájaros, cerca de las orillas de la mar a la sombra de árboles muy vistosos que allí se hallan, a los cuales algunos indios se habían antes subido a dichos árboles; los cuales, como viesen las canoas debajo se lanzaron de lo alto a la mar y cogieron, con gran diligencia, algunos piratas, que transportaron al instante a lo más remoto de sus bosques, con una sutileza más que común, antes que los otros pudiesen ser socorridos.

Sobre esto el gobernador de la dicha flota fue a tierra con quinientos hombres bien armados para buscar y librar sus compañeros, y que vieron venir un tan excesivo número de indios, que les fue necesario retirarse con presteza a sus navíos. Concluyendo, que si tal fuerza no había podido hacer nada, no nos era ventajoso quedar más largo tiempo. Salimos, pues, de allí trayéndonos sus canoas, en las cuales no hallamos nada dentro más que una red para pescar no muy grande, y cuatro saetas hechas de palo de palmas, largas de siete pies cada una, de la figura que aquí ponemos: # * creyendo que tales son sus armas. Las canoas estaban hechas de cedro, muy groseramente labradas, por cuya razón creemos que aquellas gentes no tienen instrumentos de hierro. # * Dejamos aquel puesto, y en veinticuatro horas llegamos a otro llamado río de Zuera, donde hay algunas casas que pertenecen a la ciudad de Cartago. Viven en ellas algunos españoles, que resolvimos visitar, porque no pudimos pescar tortuga alguna, ni hallar sus huevos. Habíanse escapado todos de dichas casas, donde no dejaron mantenimiento; de modo, que nos fue preciso contentarnos de ciertos frutos que allí llaman plátanos, de los cuales llenamos nuestras barcas y nos fuimos costeando la ribera, buscando una ensenada donde calafatear nuestro navío que estaba todo lleno de hendiduras; en tan peligroso estado que, día y noche, era menester dar a la bomba; empleando en ello todos nuestros esclavos; tardamos de este modo quince días, con sobresaltos continuos de perecer y llegamos a un puerto llamado Bahía de Blecvelt, por un pirata que solía llegar a él con el mismo designio que nosotros.

Allí unos fueron por los bosques a la caza y otros emprendieron acomodar nuestra embarcación. Hallaron nuestros compañeros puercoespines, de monstruosa forma; pero nuestra caza consistía en monos y algunas aves que se nombran faisanes. Nuestra pena parece que se nos disipaba con el raro gusto de la caza de dichos monos, a los cuales tirábamos tal vez quince o diez y seis pistoletazos, sin poder matar más que tres o cuatro, porque aún estando bien heridos se nos escapaban. Las hembras llevan siempre sobre sus espaldas a los hijuelos, como hacen las mujeres negras; cuando alguna persona pasa por debajo de los árboles, suelen los monos que en ellos están encaramados soltar sus excrementos sobre las cabezas de los viandantes. Sucede que si disparando contra una tropa de ellos hieren alguno, los otros le acuden poniendo la mano sobre la herida, porque la sangre no salga; otros cogen del veleño que crece en los árboles y estancan la sangre, metiéndole dentro de la llaga; algunos mezclan ciertas hierbas y las ponen a modo de emplasto. Todo lo cual me causaba grande admiración, viendo acciones tan prodigiosas en irracionales, que manifiestan la fidelidad bien ejecutada, los unos a los otros. El nono día que allí llegamos, estando las mujeres esclavas que teníamos ocupadas en sus ordinarios empleos, como traer agua de pozos, que a las orillas de la mar habíamos hecho, fregando, cosiendo, etc., entendieron grandes gritos de una de ellas que decía haber visto una tropa de indios hacia el bosque, con que al momento que los descubrió voceaba diciendo: ¡Indios, Indios! Nosotros que oímos el rumor, corrimos con las armas a su socorro y llegamos al bosque, donde no hallamos persona alguna más que dos de nuestras pobres mujeres muertas a flechazos; en cuyos cuerpos vimos tantas saetas, que parecía las habían clavado por particular gusto; porque, sabíamos, una era bastante para perder la vida.

Eran estas flechas de una hechura rara: su longitud de ocho pies, gruesas como un dedo; a una de las dos extremidades estaba un garfio hecho de palo atado con un hilo y al otro parecía la forma de un estuche, dentro del cual hallamos unas menudicas piedrezuelas; el color era rojo muy bien atezado y resplandeciente, como si hubiesen estado enceradas, las cuales, creímos todos, eran armas de sus capitanes. A. Una marcasita que estaba atada a la extremidad. B. Un garfio atado al mismo extremo. C. La flecha. D. El estuche del otro extremo. Estas flechas eran labradas sin instrumento férreo; porque todo lo que los indios labran, lo queman primero, con grande sutileza, hasta tanto que queda muy menudo; después con marcasitas las pulen y unen curiosamente. Cuanto a la constitución de estos indios son de natural robustísimos, sueltos y ligerísimos en la carrera. Buscámoslos aún por los bosques, de quien ni aún rastro hallamos, ni barcas, ni pontones de que se suelen servir para salir a la pesca; y así, nos retiramos a nuestro navío, donde después de haber embarcado nuestra ropa y bienes, nos fuimos a alta mar, temiendo no viniesen en número considerable y, siendo más fuertes, nos despedazasen a todos.

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