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Capítulo LXXXIV De cómo el gobernador Arbieto envió a sacar el cuerpo del padre Fray Diego Ortiz, adonde los indios lo habían enterrado Contentísimo el gobernador Martín Hurtado de Arbieto de ver puesto tan dichoso fin a aquella guerra, que se había juzgado por dificultosa, por los pasos tan ásperos y caminos tan agrios y montañas tan cerradas que había en la tierra, donde los indios pudieron hacer gran destrucción en los españoles, y teniendo en su poder a Topa Amaro Inga, y a su sobrino Quspi Tito y a Hualpa Yupanqui, su general y tío, con Curi Paucar y los demás capitanes orejones que habían preso, tuvo orden del Virrei don Francisco de Toledo que detuviese la gente española, porque quería poblar aquella tierra. Así despachó a Gabriel de Loarte y a Pedro de Orúe, Martín de Orúe, Juan Balsa y Martín de Rivadeneira al paso de Marcanay, y que allí estuviesen guardándole, sin dejar pasar a ningún soldado porque no se huyesen así a el Cuzco, que no saliendo los españoles se poblaría mejor la tierra y se asentarían los pueblos en los sitios y lugares que mejor conviniese. En este tiempo, habiendo tenido noticia el Gobernador de la muerte tan cruel que habían dado los indios al bendito padre Fray Diego Ortiz, que ya tenemos referido, trató de que se buscase el cuerpo donde lo habían enterrado los indios, y envió a algunos soldados a este efecto. Al cabo vinieron a hallarlo, de manera que está dicho, debajo de las raíces de un tronco de un árbol grande.

Y cuando lo sacaron de allí, que estaba descogotado del golpe que le dieron con la macana y le vieron tenía cinco flechazos que los indios le habían dado. Sacado de la concavidad y hoyo donde estaba metido, quiso la majestad de Dios mostrar la inocencia de su siervo y sacerdote, que con haber catorce meses y más que le habían muerto los indios y enterrado en aquel lugar, hallaron el bendito cuerpo seco, sin olor malo ninguno y en el rostro tenía unas dos rosas coloradas que parecía vertían sangre y que en aquel punto le acababan de matar y sin señal ni rastro de corrupción, ni gusanos, con ser la tierra donde había estado enterrado aquel tiempo, calidísima y montañosa, que de invierno y de verano siempre llueve, donde en el Valle de Ondara y asiento de Chucullusca se desaparecieron los mosquitos hasta hoy. Metieron el cuerpo los soldados en una petaca y lo llevaron al pueblo de San Francisco de la Victoria, que así se llamaba ya a el de Vilcabamba. Después, metido en una caja, sabiendo el gobernador Arbieto y el Padre Diego López de Ayala, vicario que a la sazón era de aquella provincia, con todos los españoles que a la sazón vivían allí, salieron en procesión con su cruz y mucha cantidad de cera y, metiéndolo en unas andas con la caja en que venía, le tomó el gobernador con los más principales de dicha ciudad en los hombros, y así con toda la veneración posible, le metieron en la iglesia de la ciudad, donde el Vicario dijo la misa, hizo una plática alabando al bendito sacerdote, su santo celo e intención, y el gobernador otra a los indios reprehendiéndoles el hecho tan enorme y abominable que habían hecho, dándoles a entender los castigos que sobre ellos habían venido por ello de la mano de Dios.

Acabada la misa pusieron el bendito cuerpo en una bóveda, debajo del altar mayor. Pero bien será decir y referir, para mayor muestra de las mercedes que este bendito Padre y religioso está recibiendo de Dios en el cielo, lo que en las informaciones que acerca de ello se hicieron, después de muchos años en Vilcabamba y en la ciudad del Cuzco. Dicen testigos fidedignos que al cabo de pocos días, como estuviese muy mala de los ojos y los tuviese para perderlos, doña Mencia de Sauzedo, hija natural del dicho gobernador, se llegó a la caja donde los huesos estaban en la bóveda, que bien se podía tocar, y con mucha devoción hizo oración a Dios y puso los ojos sobre la caja. Quiso la majestad divina hacerle merced que luego se sintió buena del mal que en ellos tenía, y libre de su enfermedad. Doña Leonor de Hurtado de Ayala, hija legítima del dicho gobernador, que esto refiere en su dicho con juramento, dice más, que doña Juana de Ayala su madre y mujer del dicho gobernador como padeciese grandes dolores de muelas, todas las veces que le apretaba el dolor iba a la caja donde estaban los huesos y ponía en ella los carrillos y quijadas y luego se la quitaba el dolor que sentía. Poderoso es Dios y sabe honrar a los que le sirven en la vida y muerte. Pues este sacerdote, llevado del celo de servir a Dios y de la salvación de las almas que en aquella provincia estaban debajo de la servidumbre y esclavonia de Satanás, y de la obediencia de su Prelado que allá le mandó que entrase, fue y recibió muerte inocente, de creer es que el Sumo Dios, justísimo premiador de los buenos, le tiene en su gloria, pagándole con su vista lo que por él trabajó. Así todos los que en este Reino andamos en la conversión de las almas de estos miserables, debemos con un celo hacerlo santo de procurar la honra de Dios y anunciar su santo nombre en estas naciones, dejados otros vanos e inútiles intereses, que hacen perder el premio digno a los trabajos que entre ellos se padecen.

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