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Desarrollo


CAPÍTULO IX De las Prevenciones que para el descubrimiento se hicieron y cómo prendieron los indios un español No estaba ocioso el gobernador y adelantado Hernando de Soto entretanto que estas cosas pasaban entre los suyos, antes, con todo cuidado y diligencia hacía oficio de capitán y caudillo, porque luego que los bastimentos y municiones se desembarcaron y pusieron en el pueblo del cacique Hirrihigua, por ser el más cercano a la bahía del Espíritu Santo, porque estuviesen cerca del mar, mandó que, de los once navíos que había llevado, volviesen los siete mayores a La Habana a orden de lo que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, dispusiese de ellos, y quedasen los cuatro menores para lo que por la mar se les ofreciese y hubiese menester. Los vasos que quedaron fueron el navío San Antón y la carabela y los dos bergantines, de los cuales dio cargo al capitán Pedro Calderón, el cual entre otras excelencias que tenía, era haber militado muy mozo debajo del bastón y gobierno de gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Procuró con toda diligencia y cuidado atraer de paz y concordia al cacique Hirrihigua, porque le parecía que, conforme al ejemplo que este cacique diese de sí, podría esperar o temer que harían los demás caciques de la comarca. Deseaba su amistad, porque con ella entendía tener ganada la de todos los de aquel reino, porque decía que, si aquel que tan ofendido estaba con los castellanos se reconciliase e hiciese amigo de ellos, cuánto más aína lo serían los no ofendidos.

Demás de la amistad de los caciques, esperaba que su reputación y honra se aumentaría generalmente entre indios y españoles por haber aplacado este tan rabioso enemigo de su nación. Por todo lo cual, siempre que los cristianos, corriendo el campo, acertaban a prender de los vasallos de Hirrihigua, se los enviaba con dádivas y recaudos de buenas palabras, rogándole con la amistad y convidándole con la satisfacción que del agravio hecho por Pánfilo de Narváez deseaba darle. El cacique no solamente no salió de paz, ni quiso aceptar la amistad de los españoles ni aun responder palabra alguna a ningún recaudo de los que le enviaron. Sólo decía a los mensajeros que su injuria no sufría dar buena respuesta, ni la cortesía de aquel capitán merecía que se la diesen mala, y nunca a este propósito habló otras palabras. Mas ya que las buenas diligencias que el gobernador hacía por haber la amistad de Hirrihigua no aprovecharon para los fines e intento que él deseaba, a lo menos sirvieron de mitigar en parte la ira y rencor que este cacique tenía contra los españoles, lo cual se vio en lo que diremos luego. La gente de servicio del real iba cada día por hierba para los caballos, en cuya guarda y defensa solían ir de continuo quince o veinte infantes y ocho o diez caballos. Acaeció un día que los indios que andaban en asechanza de estos españoles dieron en ellos tan de sobresalto con tanta grita y alarido, que, sin usar de las armas, sólo con la vocería los asombraron, y ellos, que estaban descuidados y desordenados, se turbaron y, antes que se recogiesen, pudieron haber los indios a las manos un soldado llamado Grajales, con el cual, sin querer hacer otro mal en los demás cristianos, se fueron muy contentos de haberlo preso.

Los castellanos se recogieron tarde, y uno de los de a caballo fue corriendo al real, dando arma y aviso de lo que había pasado. Por cuya relación, a toda diligencia salieron del ejército veinte caballos bien apercibidos y, hallando el rastro de los indios que iban con el español preso, lo siguieron, y al cabo de dos leguas que corrieron llegaron a un gran cañaveral que los indios por lugar secreto y apartado habían elegido, donde tenían escondidas sus mujeres e hijos. Todos ellos, chicos y grandes, con mucha fiesta y regocijo de la buena presa hecha, estaban comiendo a todo su placer, descuidados de pensar que los castellanos hiciesen tanta diligencia por cobrar un español perdido. Decían a Grajales que comiese y no tuviese pena, que no le darían la mala vida que a Juan Ortiz habían dado. Lo mismo le decían las mujeres y niños, ofreciéndole cada uno de ellos la comida que para sí tenía, rogándole que la comiese con él y se consolase, que ellos le harían buena amistad y compañía. Los españoles, sintiendo los indios, entraron por el cañaveral haciendo ruido de más gente que la que iba, por asombrar por el estruendo a los que estaban dentro porque no se pusiesen en defensa. Los indios, oyendo el tropel de los caballos, huyeron por los callejones que a todas partes tenían hechos por el cañaveral para entrar y salir de él, y, en medio del cañaveral, tenían rozado, un gran pedazo para estancia de las mujeres e hijos, los cuales quedaron en poder de los españoles, por esclavos del que poco antes lo era de ellos.

La variedad de los sucesos de la guerra y la inconstancia de la fortuna de ella es tanta que en un punto se cobra lo que por más perdido se tenía y en otro se pierde lo que en nuestra opinión más asegurado estaba. Grajales, reconociendo las voces de los suyos, salió corriendo a recibirlos, dando gracias a Dios que tan presto le hubiesen liberado de sus enemigos. Apenas le conocieron los castellanos, porque, aunque el tiempo de su prisión había sido breve, ya los indios le habían desnudado y puéstole no más de con unos pañetes, como ellos traen. Regocijándose con él, y, recogiendo toda la gente que en el cañaveral había de mujeres y niños, se fueron con ellos al ejército, donde el gobernador los recibió con alegría de que se hubiese cobrado el español y, con su libertad, preso tanta gente de los enemigos. Grajales contó luego todo lo que había sucedido y dijo cómo los indios cuando salieron de su emboscada no habían querido hacer mal a los cristianos, porque las flechas que les habían tirado más habían sido por amedentrarlos que no por matarlos ni herirlos, que, según los habían hallado descuidados y desmandados, pudieran, si quisieran, matar los más de ellos y que, luego que lo prendieron, se contentaron con él, y sin hacer otro mal se fueron y dejaron los demás castellanos y que por el camino, y en el alojamiento del cañaveral, le habían tratado bien, y lo mismo sus mujeres e hijos, diciéndole palabras de consuelo y ofreciéndole cada cual lo que para su comer tenía.

Lo cual, sabido por el gobernador, mandó traer ante sí las mujeres, muchachos y niños que trajeron presos y les dijo que les agradecía mucho el buen tratamiento que a aquel español habían hecho y las buenas palabras que le habían dicho, en recompensa de lo cual les daba libertad para que se fuesen a sus casas y les encargaba que de allí en adelante no huyesen de los castellanos ni les hubiesen temor, sino que tratasen y contratasen con ellos como si todos fueran de una misma nación, que él no había ido allí a maltratar naturales de la tierra, sino a tenerlos por amigos y hermanos, y que así lo dijesen a su cacique, a sus maridos, parientes y vecinos. Sin estos halagos, les dieron dádivas y las enviaron muy contentas del favor que el general y todos los suyos les habían hecho. En otros dos lances perdieron después estos mismos indios otros dos españoles, el uno llamado Hernando Vintimilla, grande hombre de la mar, y el otro Diego Muñoz, que era muchacho, paje del capitán Pedro Calderón, y no los mataron ni les dieron la mala vida que habían dado a Juan Ortiz, antes los dejaron andar libremente como a cualquier indio de ellos, de tal manera que pudieron después estos dos cristianos, con buena maña que para ello tuvieron, escaparse de poder de los indios en un navío que con tormenta acertó a ir a aquella bahía del Espíritu Santo, como adelante diremos. De manera que, con las buenas palabras que el gobernador envió a decir al cacique Hirrihigua y con las buenas obras que a sus vasallos hizo, le forzó que mitigase y apagase el fuego de la saña y rabia que contra los castellanos en su corazón tenía. Los beneficios tienen tanta fuerza que aun a las fieras más bravas hacen trocar su propia y natural fiereza.

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