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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO II Providencias para poner casa. --Descripción de una plaza de toros. --Espectadores. --Brutales tormentos infligidos a los toros. --Accidentes serios. --Noble bestia. --Una escena excitante. --Víctimas de la lucha de toros. --Peligros y ferocidad de estas luchas. --Efectos que producen sobre el carácter moral. --Misa mayor. --Procesión solemne. --La alameda. --Calesas. --Un concierto musical y sus arreglos. --Fiesta de Todos Santos. --Costumbre singular. --Un incidente A la mañana siguiente, muy temprano, llegó la carreta con nuestro equipaje; y para evitar el doble trabajo de descargar y cargar dispusimos que permaneciese a la puerta, mientras salíamos en demanda de una casa. No teníamos mucho tiempo disponible, y por consiguiente no podíamos elegir. Pero con el auxilio de D.? Micaela, en media hora, hallamos una casa que correspondía perfectamente a nuestros deseos. Regresamos, pues, y despachamos por delante la carreta, seguía después un indio conduciendo una mesa y sobre ella un aguamanil; después otro llevando tres sillas, perteneciente todo a D.? Micaela; y, por último, íbamos nosotros cerrando la procesión. La casa estaba en la calle del Flamenco, y lo mismo que la mayor parte de las de Mérida era fabricada de piedra, de un solo piso, con un frente de cerca de treinta pies, una sala de la propia extensión sobre una anchura de cerca de veinte. El techo era tal vez de dieciocho pies de elevación, y había en las paredes algunos trozos de madera para colgar las hamacas.

Detrás de la sala se extendía un ancho corredor que daba a un patio, a uno de cuyos lados estaba el dormitorio, y más allá el comedor. Los suelos eran de una mezcla tosca. El patio tendría unos treinta pies en cuadro, con paredes elevadas y un pozo en el centro. Después seguía una cocina y un dormitorio para criados, habiendo detrás de todo el edificio un segundo patio de cuarenta pies de extensión con murallas de piedra de quince pies de altura. A fin de que mis compatriotas puedan formarse alguna idea del valor comparativo de las fincas de Mérida y de Nueva York, direles que el alquiler era de cuatro pesos mensuales, lo que en verdad no consideramos excesivo para tres personas. Teníamos nuestras camas de viaje: colocamos la mesa, aguamanil y asientos; y, antes del almuerzo, nuestra casa estaba arreglada y provista. Entretanto la fiesta de San Cristóbal seguía adelante. La misa mayor se había concluido y la próxima ceremonia, en orden, era una corrida de toros, que debía comenzar a las diez de la mañana. La plaza de toros estaba en la de San Cristóbal. El anfiteatro o sitio destinado a los espectadores la ocupaba casi toda: construcción extraña y original, que en su mecanismo podía dejar pasmado a un arquitecto europeo. Era un gigantesco tablado circular, acaso de mil y quinientos pies de circunferencia, capaz de contener de cuatro a cinco mil personas, erigido y asegurado sin emplear un solo clavo, fabricado de madera tosca tal como se extrae de los bosques, atada y sujeta con mimbres.

El interior estaba cerrado con enormes postes, cruzados y enlazados entre sí, dejando una abertura para la puerta, y dividido sobre el propio mecanismo en una multitud de palcos. El conjunto formaba una grande obra de rústico enrejado, admirablemente a propósito para aquel clima caluroso, como que facilitaba al aire una circulación libre. La techumbre era una enramada de la hoja de la palma americana; y el edificio entero era simple y curioso a la vez. Los indios se emplean en construir esta clase de obras, que desbaratan tan pronto como se ha terminado una fiesta, convirtiendo después en leña todos los materiales. Cuando llegamos, había ya comenzado la corrida, y la plaza estaba henchida de espectadores. Era obra delicada la de escoger asientos, porque la mitad del tablado estaba directamente expuesta al influjo de los rayos del sol. Sobre las puertas veíamos escrito: "Palco n.? 1. Palco núm. 2, etc.", y cada palco tenía un propietario distinto, que, colocado a la puerta en el extremo superior de una ruda escalerilla de tres o cuatro peldaños, invitaba a voces a los concurrentes. Encargose uno de aquéllos de acomodarnos, y, habiendo pagado dos reales por cabeza, fuimos colocados en los asientos del frente. Había, si es posible, más calor que en la Lotería. En el movimiento y confusión que causamos para pasar a nuestros asientos, se estremeció el gran tablado y pareció vacilar bajo el peso de su viviente carga. Los espectadores eran de todas clases, colores y edades; desde la gente canosa hasta las criaturas dormidas en los brazos de sus madres; y a mi lado estaba una madre de familia con la llave de su casa en la mano, y sus hijillos colocados dentro de las piernas de sus vecinos, o metidos debajo de los bancos.

Al pie de los que estaban sentados en la línea del frente había una fila de muchachos y muchachas, que sacaban sus pequeñas cabezas al través del enrejado, dejando colgar alrededor una matizada franja de piernas blancas y negras. Del lado opuesto, y sobre la parte superior del tablado, había una banda de música, cuyo director tenía una brillante máscara negra, remedando tal vez a un africano. Un toro estaba en la plaza, y dos agudos dardos con adornos de papel azul y amarillo pendían de sus costados. Su cuello estaba cubierto de heridas, de donde manaban arroyos de sangre. Los picadores manteníanse lejos con sangrientas lanzas en la mano: un dragón montado era el maestro de ceremonias; y además había allí ocho o diez vaqueros de las haciendas vecinas, vigorosos montadores de a caballo y acostumbrados a manejar el ganado que lleva una vida salvaje en los bosques. Los vaqueros estaban vestidos de camisa y calzones de color de rosa, llevando en la cabeza sombreros de paja recia, adornados de coronas y viradas para arriba las estrechas alas. Las sillas de montar tenían enormes faldas de cuero, que cubrían medio cuerpo del caballo; y cada uno llevaba un lazo o cuerda corrediza en la mano; y en los pies, un par de enormes espuelas de fierro tal vez de seis pulgadas de largo y dos o tres libras de peso; lo cual, contrastando notablemente con la pequeñez de sus caballos, les daba la apariencia del personaje ridículo de Bombastes el furioso. Por orden del dragón, los vaqueros sacudiendo sus lazos contra los flancos de sus sillas se lanzaron sobre el toro persiguiéndolo alrededor de la plaza; lazáronle, al fin, por las astas y lo arrastraron a un poste fijo en un lado de la plaza, en donde lo ataron abatiéndole la cabeza hasta el suelo.

Colocado en esta posición, algunos de los otros vaqueros pasaron dos veces una cuerda alrededor de su cuerpo, precisamente detrás de sus pies delanteros y asegurándola en la espalda pasáronsela después bajo la cola, y retrocediendo con la misma operación quedó perfectamente liado el cuerpo del animal. Entonces dos o tres hombres de cada lado tiraron con fuerza de la cuerda, lo cual comprimió horriblemente el cuerpo del toro y por su tensión bajo de la cola casi le hacía levantar del suelo los pies traseros. Todo esto se hacía para excitar y enfurecer al animal; y la pobre bestia bramaba, arrojábase al suelo y luchaba con todas sus fuerzas para librarse de la brutal atadura. Desde el sitio en que estábamos sentados veíamos plenamente el frontispicio de la iglesia, sobre cuya puerta se leía escrito en grandes caracteres: Haec est domus Dei; haec est porta coeli. Ésta es la casa del Señor; y ésta es la puerta del cielo. Pero todavía tuvieron los toreadores que emplear una nueva aguijonada contra el toro; pues, habiéndole atado fuertemente las astas con todo el cuidado posible a fin de que no se desatase, fijáronle sobre los lomos la figura de un soldado con sombrero de picos, sentado en una silla de montar; lo cual excitó la risa tremenda entre todos los espectadores. Muy luego supimos que tanto la silla como la figura del soldado eran de madera, papel y pólvora, cuyo conjunto formaba una pieza formidable de obras de fuego. Luego que estuvo bien atada, retrocedieron todos, y los picadores, montados y guardando el equilibrio con sus lanzas, ocuparon sus respectivos sitios en la arena.

La banda de música, tal vez para cumplimentarnos y traernos un recuerdo de la patria, ejecutó la bella melodía nacional de Pim-Crow. Un feísimo mocetón arrojó cerca del animal un zumbante cohete: otro dio fuego por el talón a la figura del soldado;los espectadores gritaron de alegría; soltose la cuerda, y el animal quedó libre. Su primera acometida fue verdaderamente furiosa. Saltando hacia adelante y tirando para arriba los pies traseros, enardecido por los gritos de la turba, por el zumbido y explosión, por el fuego y humo de la máquina de tormento que llevaba a cuestas, acometió ciegamente a todos los picadores, recibiendo una lanzada tras otra hasta que, en medio de la estrepitosa risa y algazara de los espectadores, extinguida la pólvora y cubierta de heridas la pobre bestia, corría sin dirección, hacía por escaparse por alguna de las puertas, lo cual, siéndole entonces imposible, giraba alrededor del circo mirando a los concurrentes, y con ojos suplicantes parecía implorar socorro de la hermosa fisonomía de las mujeres. A los pocos minutos, el toro fue lazado de nuevo y sacado de la arena; pero apenas había desaparecido, cuando introdujeron otro, de una manera todavía más brutal y bárbara, si cabe, que ninguno de los tormentos infligidos al primero. Venía tirado de una cuerda de dos o trescientos pies de largo, introducida a través de la parte carnosa del hocico, y asegurada por las dos extremidades de la silla del vaquero. De esta horrible manera fue conducido por las calles hasta el circo; mientras que otro vaquero le seguía y sujetaba por detrás,con un lazo asegurado en las astas, para evitar que acometiese a su guía.

Llegado el animal al centro de la plaza, el primer vaquero soltó una de las extremidades de la cuerda, y tirándola con fuerza hizo pasarla en la mitad de su larga extensión a través de la sangrienta herida del animal, quedando impregnada de sangre por un lado y de polvo por otro. El toro quedó desatado igualmente del lazo que le sujetaba por las astas; y, cuando acabó de pasar la cuerda delantera, lamiose la herida, socavó con rabia el suelo y lanzó un bramido. Lazado de nuevo, asegurósele al poste, atósele la cuerda alrededor del cuerpo lo mismo que al otro, y como a él se le dejó suelto otra vez en medio de la música, cohetes y alaridos. Acercándosele los chulos, agitaban delante de él con la mano izquierda una tira de bayeta roja y amarilla, mientras que en la mano derecha tenían dardos hechos con obras de fuego y adornados de retazos de papel amarillo, que clavaron en el cuello y costados de la bestia. El viento aceleraba la explosión de los cohetes, y después hacía seguir zumbando el papel en sus oídos. Los picadores volvieron a montar en sus caballos; pero, después de algunos golpes de lanza, echose a tierra el toro, e indignados los espectadores de que no mostrase más deseos de luchar, gritaron: ¡saca esa vaca! En seguida fue conducido otro toro tirado también del hocico por una cuerda. Lo mismo que los otros, fue a su vez atado, atormentado con dardos y alanceado por los picadores de a caballo, que desmontaron para atacarlo a pie, porque no lo hacían bien del primer modo.

Esta clase de lucha se considera como la más peligrosa, así para el hombre como para la bestia. Formáronse los picadores enfrente de ella con una bayeta negra y amarilla en la mano izquierda y vibrando la lanza en la otra, conservando extendidas las piernas y dobladas las rodillas como para conservar un piso firme, cambiando a cada instante de posición por un salto hacia adelante, hacia atrás o hacia cualquiera de los lados para seguir los movimientos de la cabeza del toro. El objeto era herirlo entre las astas, en la parte posterior del cuello: dos o tres acertaron en el blanco y sacaron sus lanzas chorreando sangre; pero uno dirigió mal el golpe y el toro sacudió la cabeza conservando aún en posición vertical el mango de la lanza, y, arrojándose sobre el picador, derribole en tierra; y, cruzando sobre su cuerpo, hollole al parecer con sus cuatro cascos. El pobre hombre no se movió más: tendido en el suelo con los brazos abiertos parecía muerto. El toro siguió corriendo con el mango de la lanza en la misma posición, causando en la plaza un terror profundo. Arrojáronse los vaqueros a perseguirle con los lazos, hasta que, estrechándole en un círculo, cayó la lanza y pudieron asegurarle. Al mismo tiempo, el hombre caído fue alzado por algunos de sus compañeros y conducido fuera del circo con el cuerpo doblado, y curado aparentemente y para siempre del deseo de volver a torear más. Pero después supimos que sólo se le había roto una costilla. Apenas desapareció de la vista del público el herido, cuando el accidente quedó olvidado: el toro fue asaltado de nuevo, despedazado a su vez y alejado del circo.

Otros siguieron a éste hasta formar el número de ocho por todos. A las doce del día sonaron las campanas de la iglesia y terminó la corrida; pero al bajar se nos hizo presente que en aquella misma tarde había otra. Así es que a las cuatro en punto estábamos ya en nuestro sitio. El motivo particular que tuvimos para ser tan puntuales fue el habérsenos dicho que por la mañana sólo concurría el populacho a aquel espectáculo, pero que en la tarde estaría allí toda la gente decente de Mérida. Me es muy satisfactorio decir, sin embargo, que no era éta la verdad, y que la única diferencia sensible que notamos fue que la muchedumbre era mayor, el calor más sofocante y doble el precio de la entrada. Ésta era la última corrida de la fiesta, y los mejores toros se habían reservado para ella. El primero que se presentó en la palestra fue recibido con aclamaciones por haberse distinguido anteriormente; pero llevaba un horrible sello para ser un favorito del pueblo, pues había sido tirado con la cuerda del cartílago nasal hasta habérselo destrozado completamente. El segundo habría sido digno de las mejores luchas de toros de la vieja España, cuando un caballero, a la vista de su dama, arrojábase a la arena, espada en mano, para representar el papel de matador. Era un hermoso toro negro, sin ninguna de las señales aparentes de ferocidad; pero un hombre que estaba sentado en nuestro palco, y cuyo juicio me mereció un profundo respeto, al encender un nuevo cigarro de paja, lo calificó de muy bravo.

El animal ni bramaba, ni socavaba la arena, ni hacía ostentación ninguna, sino que mostraba una calma y una posesión tal que indicaba la persuasión que tenía de su propia fuerza. Atacáronle los picadores a caballo y lo mismo que el negro Faineante, o el caballero Sluggish en los torneos de Ashby, contentose por algún tiempo meramente con repeler los ataques de sus enemigos, pero de improviso, como si se hubiese ya indignado un tanto, inclinó la cabeza, miró las lanzas que amenazaban su cuello y, cerrando los ojos, se arrojó sobre uno de los picadores, hincó uno de sus cuernos en el vientre del caballo, y jinete y caballo fueron a caer a gran distancia. El caballo cayó sobre el jinete rodando completamente sobre él con los cascos al aire, y se levantó con uno de los pies del caballero metido en el estribo. Por un momento estuvo el caballo azorado, abierto el hocico y caídas las orejas; pero después, mirando de nuevo al toro, echó a correr por el circo arrastrando en pos de sí al desgraciado picador, que sin sentido y sin recibir auxilio alguno llevaba el cuerpo cubierto de polvo y sin más apariencia de vida, que la que podía dar un tronco. A cada salto, parecía que el caballo iba a estrellarle en la frente con sus cascos. Un frío terror cundió en todos los espectadores. Aquel hombre era un favorito de la plebe: tenía allí amigos y parientes, y todo el mundo sabía su nombre, ¡Pobre! Yo sentí en aquel instante que me arrancaban de mi asiento; pues nada al parecer en el mundo podía librarle de una muerte segura.

Los demás picadores permanecían estupefactos: el toro suelto en la plaza estaba bramando siendo acaso el único espectador indiferente. Yo estaba indignadísimo contra sus compañeros, quienes, después de estarse un siglo resguardándose del toro, al fin salieron con lazos en persecución del caballo, hasta que lograron detener su carrera. Los picadores desenredaron a su caído compañero y sacáronle fuera del circo. Su cara estaba tan desfigurada con el polvo, que no se le percibía ninguna de sus facciones; pero al atravesar cargado la plaza, entreabrió los ojos que parecían saltársele de terror. Apenas se le había sacado, cuando la turba lanzó un grito unánime exclamando: ¡a pie!, ¡a pie! Los picadores desmontaron, atacando a pie a la bestia que, casi a la primera herida, se arrojó sobre uno de sus adversarios, pasando sobre su cuerpo y siguiendo adelante su carrera, sin volver atrás la vista para mirar a su víctima; la cual, a su turno, fue también cargada en hombros y sacada de la arena. Renovose el ataque, y el toro volvió a ensoberbecerse. En pocos momentos echó por tierra a otro picador y, conducido más allá por su ímpetu, cayó sobre su propio cuerpo; pero recobrose con un violento esfuerzo, convirtiéndose hacia su postrada víctima, mirola un momento arrojando un bramido sordo que más parecía aullido, y levantando poco a poco sus pies delanteros, como para dar más fuerza al golpe que meditaba, hincó ambas astas en el estómago del postrado picador.

Felizmente las puntas estaban romas; y, furioso por no poder herirle introdujo una de las astas en la banda del picador y arrojole lejos con violencia. Sin embargo de que estaban acostumbrados los espectadores a escenas de esta clase, todos lanzaron un grito de horror. No hubo un hombre de aquéllos que se moviese a salvar a la víctima. Acaso sería injusto el tacharles de cobardes; por más brutal y degradante que quiera suponerse el vínculo que los unía entre sí, no hay duda que tenían el sentimiento de sociedad y compañía de suerte. Pero, sea lo que fuese, nadie se atrevió a salvar al hombre caído, y el toro, después de mirarle ferozmente, olerle y hollarle por un momento, momento en verdad de una excitación intensa para todos, dio la vuelta y abandonó su víctima. También este otro infeliz fue sacado del circo en hombros. La simpatía de los espectadores les hizo guardar silencio por un rato; pero, tan pronto como el hombre maltratado desapareció de su vista, desatose contra el toro la más tremenda indignación, y un grito universal en que las suaves entonaciones de la voz femenina mezclábanse con la voz bronca de los hombres, decía ¡mátalo!, ¡mátalo! Los picadores permanecían asombrados en su sitio: tres de sus compañeros habían sido estropeados y quedaban fuera de combate; el toro estaba herido en varias partes y bañado en su sangre; pero tan enérgico como al principio y aun más fiero todavía, giraba alrededor de la plaza lanzando bramidos, mientras que los picadores temían evidentemente arremeterle de nuevo.

Los concurrentes les apostrofaban con el epíteto de cobardes, cobardes. El dragón les intimó que obedeciesen a la voz del público; y, animándose con un buen trago de aguardiente, presentáronse otra vez ante el toro, balanceaban sus lanzas a su vista, pero con manos vacilantes y temblándoles el corazón, hasta que por último volvieron las espaldas, en medio de los gritos de desprecio que recibían de la muchedumbre, dejando al toro dueño del campo sin haber recibido ninguna nueva herida. Introdujeron otros más todavía en la liza, y ya estaba casi oscuro cuando se terminó la lucha. Cuando el último toro estaba en la plaza, abriose a los muchachos la puerta del circo; y ellos, en medio de una risa estrepitosa, tiraban, empujaban y hacían girar al pobre animal, en términos de que no podía tenerse en pie, hasta que, en medio de las solemnes detonaciones de la campana de vísperas, terminose la pelea de toros en honor de San Cristóbal. Hubo quien nos dijese, que las leyes modernas habían hecho bastante para disminuir el peligro y ferocidad de estas luchas. Asiérranse las astas del animal de manera que no pueda herir con ellas; y está prohibido que las lanzas tengan más de cierta extensión, a fin de que el toro no pueda ser muerto por un golpe directo; pero a mi juicio sería de mucho mejor efecto sobre el carácter moral que, como lo fue en otros tiempos, esta lucha fuese a muerte entre el hombre y la bestia; pues esto era antes una muestra de astucia y atrevimiento, de donde se derivaban frecuentemente las gracias de la caballería.

El peligro a que el hombre se exponía disminuía hasta cierto punto las barbaridades cometidas contra el toro. Aquí, por espacio de ocho días, los toros despuntados habían sido expuestos al hambre, destrozados y atormentados; algunos sin duda perecieron de sus heridas, o fueron muertos, porque era imposible que se recobrasen de ellas; y en aquel día nosotros habíamos visto caer mal heridos a cuatro hombres, dos de los cuales habían escapado con vida. Esos hombres, después de la inmediata excitación causada por el peligro, concitaban la conmiseración en un grado menor que las bestias; pero todo ello mostraba los efectos, sangrientos todavía, de este modificado sistema de torear. Van los hombres a estos espectáculos sin avergonzarse, aunque no sin hacerse algunos reproches; pero me cabe mucha satisfacción en poder decir que ninguna de las señoras que en Mérida se llaman de alta clase estaban presentes. Sin embargo, había allí algunas señoritas, cuyas jóvenes y bellas fisonomías no ofrecían la idea de que ellas pudiesen hallar placer en aquellas escenas de sangre, aunque la sangre fuese de brutos. Aquella misma noche tomamos en la lotería otro baño de vapor. El día siguiente era domingo, último de la fiesta, y que comenzó en la mañana con una misa solemne en San Cristóbal. La grande iglesia, los altares y pinturas, el aroma del incienso, la música, las imponentes ceremonias del altar y las figuras arrodilladas inspiraban, como siempre, un sentimiento solemne, si no es religioso; y de la misma manera que en la misa mayor de la catedral, cuando mi primera visita a Mérida, entre las figuras arrodilladas de las mujeres, fijáronse mis ojos sobre una de mantón negro en la cabeza, un libro de oraciones en la mano y una india a su lado; y en su fisonomía ostentábase una tal pureza y suavidad intelectual, que bien podía la imaginación revestirla con todos los atributos que hacen perfecta a una mujer.

¡Jamás he sabido si era doncella, casada o viuda! A las cuatro de la tarde salimos para la procesión y el paseo. El calor intenso del día estaba concluido, había sombra en las calles y reinaba en ellas una brisa fresca y agradable. La carrera de la procesión estaba adornada de ramas, formando en las esquinas, con su espesor, sotos de verdura. Las ventanas aparecían cubiertas de cortinas y banderolas de seda, y en las puertas, lo mismo que a lo largo de las aceras, estaban las señoras en hilera vestidas brillantemente, aunque con simplicidad, descubierta la cabeza, adornado el cabello con flores y el cuello de joyas preciosas. Cerca de la iglesia fuimos detenidos por la muchedumbre, y obligados a esperar hasta que vino la procesión. Encabezábanla tres clérigos ricamente vestidos, llevando el primero de ellos una gran cruz de plata de diez pies de elevación y cada uno de los otros un corpulento candelabro también de plata. Seguía un grupo abigarrado de músicos indios, a cuya cabeza estaban tres de la propia raza, por supuesto, dos de ellos soportando las extremidades de un enorme contrabajo. Luego venía otra reunión, de indios igualmente, conduciendo en hombros unas andas sobre las cuales estaba fija otra gran cruz de plata, a cuyos pies aparecía sentada la figura de María Magdalena, de tamaño natural, trayendo un vestido encarnado, una mantilla de seda azul y anchos bordados de oro en la cabeza, y recostada en su regazo la figura de Jesucristo difunto.

La peana estaba adornada de flores y guirnaldas, con guardabrisas de cristal, bajo las cuales ardían muchas velas. Esto era lo que constituía lo esencial de la procesión, que venía acompañada de un gran concurso de indios, hombres y mujeres, vestidos de blanco, y llevando en las manos velas encendidas. Cuando toda la muchedumbre hubo pasado, seguimos vagando hasta la alameda, que es el gran sitio de paseo de Mérida, y consiste en una amplia avenida pavimentada, con una línea de bancos de piedra a cada lado y, detrás de cada línea, una calle para carruajes, sombreada de hileras de árboles. En plena vista, que da a la escena una belleza pintoresca, se eleva el castillo, que es una fortaleza arruinada con bastiones de piedra verdinegra, descollando en el interior las torres de la antigua iglesia de San Francisco, de apariencia romántica, e identificadas con la historia de la conquista española. Regularmente cada domingo se forma un paseo alrededor del castillo y a lo largo de la alameda; y en este día, con ocasión de la fiesta, era el paseo uno de los mejores y más alegres del año. Lo más característico del paseo, es decir, su vida y belleza, eran las calesas. A excepción de uno o dos calesines, y algún oscuro carretón cuadrado que ocasionalmente desfigura los paseos, la calesa es el único carruaje usual en Mérida. El cajón se parece algo al de los antiguos calesines de lujo que se usaron en nuestro país, con la diferencia de ser mucho mayor y fijado un poco más adelante de las ruedas.

La calesa está pintada de rojo, con ligeras cortinillas de colores para neutralizar la acción del sol, tirada de un solo caballo, montado por un muchacho, simple, fantástico y peculiar a Yucatán. Cada calesa lleva dos, y algunas veces tres señoras: en este último caso se coloca en el medio la más bella, un tanto avanzada hacia el frente, todas sin sombrerillo ni velo, pero con el cabello elegantemente adornado y guarnecido de flores. A pesar de que están así expuestas a las miradas de millares de personas, no por eso poseen desenvoltura de maneras y apariencia; al contrario, reina en ellas un hermoso aire de modestia y simplicidad, y todas tienen una gentil y dulce expresión; y a la verdad, paseando sin compañía, a través de una gran reunión de personas de a pie, su propia gentileza parecía servirles de protección contra cualquier insulto de las gentes groseras. Sentámonos en uno de los bancos de piedra de la alameda en consorcio de la juventud bella y alegre de Mérida. Los extranjeros no han ido allí para reírse ciertamente, y hacer desaparecer las antiguas costumbres del país. Era aquel un pequeño rincón, casi desconocido al resto del mundo e independiente de él, gozando de lo que tan raras veces puede hallarse en esta edad de positivismo; a saber, una especie de primitivo estado patriarcal. El mayor encanto era cierto aire de contento que reinaba en todos. Si las jóvenes señoritas de las calesas hubiesen ocupado los más brillantes equipajes en Hyde-Park, no habrían parecido más felices.

No era menos atractiva la gran muchedumbre de mestizas e indias, siendo algunas de las primeras extremadamente bellas y poseyendo todas la misma suave y gentil expresión. Llevaban éstas un pintoresco vestido blanco, de bordados encarnados en el cuello y ruedo, y con aquella extraordinaria pulcritud que yo había notado ser como característica en las clases pobres de Mérida. Por espacio de una hora continuó el torrente de calesas, y las señoras, mestizas e indias, acabaron de pasar ante nosotros sin ningún ruido, confusión o tumulto; sino que en todo había un aire tal de goces pacíficos, que de veras nos entristecimos cuando vino la noche. Así que el sol se ocultó detrás de las ruinas del viejo castillo, nos figuramos que habría en el mundo muy pocos paisajes en que pudiese ponerse en medio de una escena más bella y feliz. Termináronse las ceremonias de la fiesta con fuegos artificiales en la plaza de la iglesia, a que siguieron un baile y un concierto. Diose lo primero para el pueblo, y lo último para algunas personas escogidas. Y esta selección, sea dicho de paso, apenas podría considerarse rigurosamente escogida, supuesto que todos los individuos que componían nuestra casa recibieron boletos de entrada, a la simple insinuación de nuestra huéspeda. Aquel entretenimiento fue dado por una asociación de jóvenes llamada La Sociedad Filarmónica. Era el segundo concierto de una serie de ellos, que se habían propuesto dar en domingos alternados, y ya predecían los que miraban con frialdad los esfuerzos de aquellos jóvenes, que la empresa duraría poco; y su pronóstico salió cierto desgraciadamente.

Diose aquel concierto en una casa situada en una calle que partía de la plaza grande, y era una de las pocas de Mérida que tenían dos pisos, y que bien podría considerarse respetable entre lo que en Italia se llama Palazzos. Daba la entrada a un entresuelo con pavimentos colorados y subíase por una ancha escalinata de piedra. La pieza destinada para el concierto era la sala: en un extremo había un estrado con instrumentos para los músicos y aficionados; y se extendían a lo largo dos hileras de asientos en líneas paralelas, la una enfrente de la otra. Cuando entramos, una de las hileras estaba enteramente ocupada de señoras, mientras que la otra se hallaba del todo vacía. Acercámonos a ella, pero felizmente, antes de dar en espectáculo nuestra ignorancia de la etiqueta meridana se nos ocurrió que también aquella hilera de sillas estaría destinada, a las señoras y por tanto nos retiramos a una extremidad de ella, desde donde podíamos disfrutar de una vista longitudinal sobre una línea, y otra vista oblicua sobre la opuesta. Conforme iban llegando las señoras, después de dejar a la puerta sus chales y demás agregados, entraba un caballero conduciéndolas de la mano, lo que parece mucho más gracioso y galante que nuestra costumbre de llevarlas enganchadas del brazo, particularmente si son dos señoras a la vez. El caballero acompañaba a la señora hasta su asiento, y, sin más, se retiraba al corredor o al hueco de una ventana. Siguió así hasta que se cubrió toda la hilera y fuimos excluidos de nuestro rincón por personas que, por descontado, suponían más que nosotros; de manera que, de esta suerte, la sala presentaba un golpe de vista únicamente de señoras.

Sentábanse allí no para que se las hablase ni tocase, sino para ser vistas únicamente, lo cual ya las había fastidiado aún mucho antes de concluirse el concierto, y creo que no mereceré reproche ninguno, si me atrevo a decir que, cuando el concierto comenzó y los caballeros fueron invitados a sacar parejas, se animó vivamente la fisonomía de algunas bellas. Por la primera vez en mi vida hube de encontrar belleza en un vals. No era aquel furioso torbellino del vals francés que hace montar la sangre a la cabeza, baña de sudor a un hombre y enciende la faz de una señorita; no en verdad: era un suave, gentil y gracioso movimiento, que producía, al parecer, una situación lánguida, embelesadora y deliciosa. También la música, en vez de ser una atronadora explosión, hería el oído con tal delicadeza, que, aunque cada nota era oída con claridad y distinción, no había ruido; y, cuando los pies de los danzantes caían en gentil cadencia, parecía que las modulaciones de la música sólo ejercían su influjo en la imaginación. Todas las fisonomías tenían una marcada expresión de un puro y refinado goce, que provenía más bien del sentimiento, que de la excitación de los espíritus animales. No había allí la ostentación y esplendor que se ve en los salones de baile en Europa o en nuestro país; pero, en recompensa, había belleza en la apariencia personal, gusto en el vestido, y propiedad y simplicidad de maneras. Terminose el baile a las once; y, si bien la lotería no deja de ser objecionable, y es brutal la lucha de toros, el paseo y el baile lo recompensaron todo y dejaron en nuestra alma una impresión agradable de la fiesta de San Cristóbal.

Apenas se terminó una fiesta, cuando comenzó otra. El lunes era la gran fiesta de Todos Santos. Díjose misa solemne en todas las iglesias, y las familias ofrecieron sus oraciones por las almas de los difuntos; pero, además de las ceremonias que usa la iglesia católica en todo el mundo, hay una que es peculiar en Yucatán, derivada de las costumbres de los indios y que se llama mucbilpoyo. En este día todos los indios, según sus recursos, compran y encienden cierto número de velas benditas en honor de sus parientes difuntos, y en memoria de los individuos de la familia que han muerto durante el año. Fuera de esto, cuecen debajo de tierra un pastel hecho de maíz, relleno de puerco y gallinas y sazonado con chile. Durante ese día, ningún buen yucateco come otra cosa que mucbilpoyo. Allá en el interior del país, en donde los indios son menos civilizados, colocan religiosamente al aire libre una porción de esta pasta, bajo de algún árbol o en algún sitio retirado para que coman sus amigos ya finados, lo cual, dicen ellos, que se verifica en realidad; y esto les hace creer que los difuntos pueden ser atraídos de nuevo a la vida, con acudir a los mismos apetitos que les dominaba mientras vivían en el mundo, pero algunas personas maliciosas y escépticas explican el hecho con decir que en la vecindad hay otros indios más pobres que los que hacen la ofrenda a sus parientes difuntos, y que en materias de esta especie no consideran pecaminoso colocarse entre los vivos y los muertos.

Tenemos motivo para acordarnos de esta fiesta por una desmañada circunstancia. Un vecino amigo nuestro, que, además de visitarnos frecuentemente en unión de su esposa e hija, tenía la costumbre de enviarnos frutas y dulces en más cantidad de la que podíamos consumir, en aquel día nos remitió un enorme trozo de mucbilpoyo, tan recio como un tablón de encina, y como de seis pulgadas de espesor. Después de haber agotado vanamente nuestros esfuerzos para reducir aquel trozo a una disposición razonable y poderlo comer, en un arrebato de desesperación lo arrojamos al patio y allí lo enterramos en un hoyo. Aún permanecería hasta hoy en aquel sitio, si no hubiese sido por un malvado perro que acompañó a nuestro vecino en su próxima visita. Pasó el animal al patio, escarbó y, cuando estábamos apuntando los platos vacíos y expresando al vecino nuestro reconocimiento por su bondad, he aquí que el malignísimo perro se presenta en la sala, la atraviesa y sale por la puerta del frente llevando en la boca el enorme pastel, que parecía haber aumentado sus dimensiones después de enterrado. Termináronse ahora las fiestas y no nos pesó en verdad, porque así ya teníamos esperanzas de que se lavase nuestra ropa. Desde que llegamos a Mérida, la ropa sucia acumulada durante el viaje había permanecido en los líos, pidiendo que hiciéramos algo por ella; pero durante las fiestas no podía hallarse una lavandera en Mérida que quisiese encargarse de lavarla.

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