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Desarrollo


Cómo nos dieron guerra en México, y los combates que nos daban, y otras cosas que pasamos Como Cortés vio que en Tezcuco no nos habían hecho ningún recibimiento, ni aun dado de comer, sino mal y por mal cabo, y que no hallamos principales con quien hablar, y lo vio todo rematado y de mal arte, y venido a México lo mismo; y vio que no hacían tianguez, sino todo levantado, e oyó al Pedro de Alvarado de la manera y desconcierto con que les fue a dar guerra; y parece ser había dicho Cortés en el camino a los capitanes, alabándose de sí mismo, el gran acato y mando que tenía, e que por los pueblos e caminos le saldrían a recibir y hacer fiestas, y que en México mandaba tan absolutamente, así al gran Montezuma como a todos sus capitanes, e que le darían presentes de oro como solían; y viendo que todo estaba muy al contrario de sus pensamientos, que aun de comer no nos daban, estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que traía, y muy triste y mohino; y en este instante envió el gran Montezuma dos de sus principales a rogar a nuestro Cortés que le fuese a ver, que le quería hablar, y la respuesta que le dio fue: "Vaya para perro, que aun tianguez no quiere hacer ni de comer nos manda dar"; y entonces, como aquello le oyeron a Cortés nuestros capitanes, que fue Juan Velázquez de León y Cristóbal de Olí y Alfonso de Ávila y Francisco de Lugo, dijeron: "Señor, temple su ira, y mire cuánto bien y honra nos ha hecho este rey destas tierras, que es tan bueno, que si por él no fuese ya fuéramos muertos y nos habrían comido, e mire que hasta las hijas le han dado".

Y como esto oyó Cortés, se indignó más de las palabras que le dijeron, como parecían de reprensión, e dijo: "¿Qué cumplimiento tengo yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secretamente, e ahora veis que aun de comer no nos da?" Y dijeron nuestros capitanes: "Esto nos parece que debe hacer, y es buen consejo." Y como Cortés tenía allí en México tantos españoles, así de los nuestros como de los de Narváez, no se le daba nada por cosa ninguna, e hablaba tan airado y descomedido. Por manera que tornó a hablar a los principales que dijesen a su señor Montezuma que luego mandase hacer tianguez y mercados; si no, que hará e que acontecerá; y los principales bien entendieron las palabras injuriosas que Cortés dijo de su señor, y aun también la reprensión que nuestros capitanes dieron a Cortés sobre ello; porque bien los conocían, que habían sido los que solían tener en guarda a su señor, y sabían que eran grandes servidores de su Montezuma, y según y de la manera que lo entendieron, se lo dijeron al Montezuma; y de enojo, o porque ya estaba concertado que nos diesen guerra, no tardó un cuarto de hora que vino un soldado a gran priesa muy mal herido, que venía de un pueblo que está junto a México, que se dice Tacuba, y traía unas indias que eran de Cortés, e la una hija de Montezuma, que parece ser las dejó a guardar allí al señor de Tacuba, que eran sus parientes del mismo señor, cuando fuimos a lo de Narváez.

Y dijo aquel soldado que estaba toda la ciudad y camino por donde venía lleno de gente de guerra con todo género de armas, y que le quitaron las indias que traía y le dieron dos heridas, e que si no se les soltara, que le tenían ya asido para le meter en una canoa y llevarle a sacrificar, y habían deshecho una puente. Y desque aquello oyó Cortés y algunos de nosotros, ciertamente nos pesó mucho; porque bien entendido teníamos los que solíamos batallar con indios, la mucha multitud que de ellos se suelen juntar, que por bien que peleásemos, y aunque más soldados trajésemos ahora, que habíamos de pasar gran riesgo de nuestras vidas, y hambres y trabajos, especialmente estando en tan fuerte ciudad. Pasemos adelante, y digamos que luego mandó a un capitán que se decía Diego de Ordás, que fuese con cuatrocientos soldados, y entre ellos, los más ballesteros y escopeteros y algunos de a caballo, e que mirase qué era aquello que decía el soldado que había venido herido y trajo las nuevas; e que si viese que sin guerra y ruido se pudiese apaciguar, lo pascificase; y como fue el Diego de Ordás de la manera que le fue mandado, con sus cuatrocientos soldados, aun no hubo bien llegado a media calle por donde iba, cuando le salen tantos escuadrones mexicanos de guerra y otros muchos que estaban en las azoteas, y les dieron tan grandes combates, que le mataron a las primeras arremetidas ocho soldados, y a todos los más hirieron, y al mismo Diego de Ordás le dieron tres heridas.

Por manera que no pudo pasar un paso adelante, sino volverse poco a poco al aposento; y al retraer le mataron otro buen soldado, que se decía Lezcano, que con un montante había hecho cosas de muy esforzado varón; y en aquel instante si muchos escuadrones salieron al Diego de Ordás, muchos más vinieron a nuestros aposentos, y tiran tanta vara y piedra con hondas y flechas, que nos hirieron de aquella vez sobre cuarenta y seis de los nuestros, y doce murieron de las heridas. Y estaban tantos guerreros sobre nosotros, que el Diego de Ordás, que se venía retrayendo, no podía llegar a los aposentos por la mucha guerra que le daban, unos por detrás y otros por delante y otros desde las azoteas. Pues quizá aprovechaban mucho nuestros tiros y escopetas, ni ballestas ni lanzas, ni estocadas que les dábamos, ni nuestro buen pelear; que, aunque les matábamos y heríamos muchos dellos, por las puntas de las picas y lanzas se nos metían; con todo esto, cerraban sus escuadrones y no perdían punto de su buen pelear, ni les podíamos apartar de nosotros. Y en fin, con los tiros y escopetas y ballestas, y el mal que les hacíamos de estocadas, tuvo lugar el Ordás de entrar en el aposento; que hasta entonces, aunque quería, no podía pasar, y con sus soldados bien heridos y veinte y tres menos, y todavía no cesaban muchos escuadrones de nos dar guerra y decirnos que éramos como mujeres, y nos llamaban bellacos y otros vituperios. Y aun no ha sido nada todo el daño que nos han hecho hasta ahora, a lo que después hicieron.

Y es, que tuvieron tanto atrevimiento, que, unos dándonos guerra por una parte y otros por otra, entraron a ponernos fuego en nuestros aposentos, que no nos podíamos valer con el humo y fuego, hasta que se puso remedio en derrocar sobre él mucha tierra y atajar otras salas por donde venía el fuego, que verdaderamente allí dentro creyeron de nos quemar vivos; y duraron estos combates todo el día y aun la noche, y aun de noche estaban sobre nosotros tantos escuadrones, y tiraban varas y piedras y flechas a bulto y piedra perdida, que entonces estaban todos aquellos patios y suelos hechos parvas dellos. Pues nosotros aquella noche en curar heridos, y en poner remedio en los portillos que habían hecho y en apercibirnos para otro día, en esto se pasó. Pues desque amaneció, acordó nuestro capitán que con todos los nuestros y los de Narváez saliésemos a pelear con ellos, y que llevásemos tiros y escopetas y ballestas, y procurásemos de los vencer, a lo menos que sintiesen más nuestras fuerzas y esfuerzo mejor que el día pasado. Y digo que si nosotros teníamos hecho aquel concierto, que los mexicanos tenían concertado lo mismo, y peleábamos muy bien; mas ellos estaban tan fuertes y tenían tantos escuadrones, que se mudaban de rato en rato, que aunque estuvieren allí diez mil Hectores troyanos y otros tantos Roldanes, no les pudieran matar. Porque saberlo ahora yo aquí decir cómo pasó, y vimos este tesón en el pelear, digo que no lo sé escribir; porque ni aprovechaban tiros ni escopetas ni ballestas, ni apechugar con ellos, ni matarles treinta ni cuarenta de cada vez que arremetíamos; que tan enteros y con más vigor, peleaban que al principio; y si algunas veces les íbamos ganando alguna poca de tierra o parte de calle, y hacían que se retraían, era para que les siguiésemos, por apartarnos de nuestra fuerza y aposento, para dar más a su salvo en nosotros, creyendo que no volveríamos con las vidas a los aposentos; porque al retraernos nos hacían mucho mal.

Pues para pasar a quemarles las casas, ya he dicho en el capítulo que dello habla, que de casa a casa tenían una puente de madera elevadiza, alzábanla, y no podíamos pasar sino por agua muy honda. Pues desde las azoteas, los cantos y piedras y varas no lo podíamos sufrir. Por manera que nos maltrataban y herían muchos de los nuestros, e no sé yo para qué lo escribo así tan tibiamente; porque unos tres o cuatro soldados que se habían hallado en Italia, que allí estaban con nosotros, juraron muchas veces a Dios que guerras tan bravosas jamás habían visto en algunas que se habían hallado entre cristianos, y contra la artillería del rey de Francia ni del Gran Turco, ni gente como aquellos indios con tanto ánimo cerrar los escuadrones vieron; y porque decían otras muchas cosas y causas que daban a ello, como adelante verán. Y quedarse ha aquí, y diré cómo con harto trabajo nos retrajimos a nuestros aposentos, y todavía muchos escuadrones de guerreros sobre nosotros con grandes gritos e silbos, y trompetillas y atambores, llamándonos de bellacos y para poco, que no sabíamos atenderles todo el día en batalla, sino volvernos retrayendo. Aquel día mataron diez o doce soldados, y todos volvimos bien heridos; y lo que pasó de la noche fue en concertar para que de ahí a dos días saliésemos todos los soldados cuantos sanos había en todo el real, y con cuatro ingenios a manera de torres, que se hicieron de madera bien recios, en que pudiesen ir debajo de cualquiera dellos veinte y cinco hombres; y llevaban sus ventanillas en ellos para ir los tiros, y también iban escopeteros y ballesteros; y junto con ellos habíamos de ir otros soldados escopeteros y ballesteros, y todos los demás de a caballo hacer algunas arremetidas.

Y hecho este concierto, como estuvimos aquel día que entendíamos en la obra y fortalecer muchos portillos que nos tenían hechos, no salimos a pelear aquel día; no sé cómo lo diga, los grandes escuadrones de guerreros que nos vinieron a los aposentos a dar guerra, no solamente por diez o doce partes, sino por más de veinte; porque en todo estábamos repartidos, y otros en muchas partes; y entre tanto que los adobábamos y fortalecíamos, como dicho tengo, otros muchos escuadrones procuraron entrarnos los aposentos a escala vista, que por tiros ni ballestas ni escopetas, ni por muchas arremetidas y estocadas les podían retraer. Pues lo que decían, que en aquel día no había de quedar ninguno de nosotros, y que habían de sacrificar a sus dioses nuestros corazones y sangre, y con las piernas y brazos, que bien tendrían para hacer hartazgas y fiestas; y que los cuerpos echarían a los tigres y leones y víboras y culebras que tienen encerrados, que se harten dellos: e que a aquel efecto ha dos días que mandaron que no les diesen de comer; y que el oro que teníamos, que habríamos mal gozo dél y de todas las mantas; y a los de Tlascala que con nosotros estaban les decían que les meterían en jaulas a engordar, y que poco a poco harían sus sacrificios con sus cuerpos. Y muy afectuosamente decían que les diésemos su gran señor Montezuma, y decían otras cosas; y de noche asimismo siempre silbos y voces, y rociadas de vara y piedra y flecha; y cuando amaneció, después de nos encomendar a Dios, salimos de nuestros aposentos con nuestras torres, que me parece a mí que en otras partes donde me he hallado en guerras en cosas que han sido menester, las llaman burros y mantas; y con los tiros y escopetas y ballestas delante, y los de a caballo haciendo algunas arremetidas; e como he dicho, aunque les matábamos muchos dellos, no aprovechaba cosa para les hacer volver las espaldas, sino que si siempre muy bravamente habían peleado los doce días pasados, muy más fuertes con mayores fuerzas y escuadrones estaban este día; y todavía determinamos que, aunque a todos costase la vida, de ir con nuestras torres e ingenios hasta el gran cu del Huichilobos.

No digo por extenso los grandes combates que en una casa fuerte nos dieron, ni diré cómo a los caballos los herían ni nos aprovechábamos dellos; porque, aunque arremetían a los escuadrones para romperlos, tirábanles tanta flecha y vara y piedra, que no se podían valer, por bien armados que estaban; y si los iban alcanzando, luego se dejaban caer los mexicanos a su salvo en las acequias y laguna, donde tenían hechos otros reparos para los de a caballo; y estaban otros muchos indios con sus lanzas muy largas para acabar de matarlos; así que no aprovechaba cosa ningún dellos. Pues apartarnos a quemar ni deshacer ninguna casa, era por demás; porque, como he dicho, están todas en el agua, y de casa a casa una puente levadiza; pasarla a nado era cosa muy peligrosa, porque desde las azoteas tiraban tanta piedra y cantos, que era cosa perdida ponernos en ello. Y demás desto, en algunas casas que les poníamos fuego tardaba una casa en se quemar un día entero, y no se podía pegar el fuego de una casa a otra, lo uno por estar apartadas la una de otra, el agua en medio, y lo otro por ser de azoteas; así que eran por demás nuestros trabajos en aventurar nuestras personas en aquello. Por manera que fuimos al gran cu de sus ídolos, y luego de repente suben en él más de cuatro mil mexicanos, sin otras capitanías que en ellos estaban, con grandes lanzas y piedra y vara, y se ponen en defensa, y nos resistieron la subida un buen rato, que no bastaban las torres ni los tiros ni ballestas ni escopetas, ni los de a caballo; porque, aunque querían arremeter los caballos, había unas losas muy grandes, empedrado todo el patio, que se iban a los caballos los pies y manos; y eran tan lisas, que caían; e como desde las gradas del alto cu nos defendían el paso, e a un lado e otro teníamos tantos contrarios, aunque nuestros tiros llevaban diez o quince dellos, e a estocadas y arremetidas matábamos otros muchos, cargaba tanta gente, que no les podíamos subir al alto cu, y con gran concierto tornamos a porfiar sin llevar las torres, porque ya estaban desbaratadas, y les subimos arriba.

Aquí se mostró Cortés muy varón, como siempre lo fue. ¡Oh qué pelear y fuerte batalla que aquí tuvimos! Era cosa de notar vernos a todos corriendo sangre y llenos de heridas, e más de cuarenta soldados muertos. E quiso nuestro señor que llegamos adonde solíamos tener la imagen de nuestra señora, y no la hallamos; que pareció, según supimos, que el gran Montezuma tenía o devoción en ella o miedo, y la mandó guardar, y pusimos fuego a sus ídolos, y se quemó un pedazo de la sala con los ídolos Huichilobos y Tezcatepuca. Entonces nos ayudaron muy bien los tlascaltecas. Pues ya hecho esto, estando que estábamos unos peleando y otros poniendo fuego, como dicho tengo, ver los papas que estaban en este gran cu y sobre tres o cuatro mil indios, todos principales; ya que nos bajábamos, cuál nos hacían venir rodando seis gradas y aun diez abajo, y hay tanto que decir de otros escuadrones que estaban en los pretiles y concavidades del gran cu, tirándonos tantas varas y flechas, que así a unos escuadrones como a los otros no podíamos hacer cara ni sustentarnos; acordamos, con mucho trabajo y riesgo de nuestras personas, de nos volver a nuestros aposentos, los castillos deshechos y todos heridos, y muertos cuarenta y seis, y los indios siempre apretándonos, y otros escuadrones por las espaldas, que a quien no nos vio, aunque aquí más claro lo diga, yo no lo sé significar; pues aún no digo lo que hicieron las escuadrones mexicanos, que estaban dando guerra en los aposentos en tanto que andábamo; fuera, y la gran porfía y tesón que ponían de les entrar a quemarlos.

En esta batalla prendimos dos papas principales, que Cortés nos mandó que los llevasen a buen recaudo. Muchas veces he visto pintada entre los mexicanos y tlascaltecas esta batalla y subida que hicimos en este gran cu; y tiénenlo por cosa muy heroica, que aunque nos pintan a todos nosotros muy heridos corriendo sangre, y muchos muertos en retratos que tienen dello hechos, en mucho lo tienen esto de poner fuego al cu y estar tanto guerrero guardándolo en los pretiles y concavidades, y otros muchos indios abajo en el suelo y patios llenos, y en los lados y otros muchos, y deshechas nuestras torres, cómo fue posible subirle. Dejemos de hablar dello, y digamos cómo con gran trabajo tornamos a los aposentos; y si mucha gente nos fueron siguiendo, y dando guerra, otros muchos estaban en los aposentos que ya les tenían derrocadas unas paredes para entrarles; y con nuestra llegada cesaron, mas no de manera que en todo lo que quedó del día dejaban de tirar vara y piedra y flecha, y en la noche grita y piedra y vara. Dejemos de su gran tesón y porfía que siempre a la continua tenían de estar sobre nosotros, como he dicho; e digamos que aquella noche se nos fue en curar heridos y enterrar los muertos, y en aderezar para salir otro día a pelear, y en poner fuerzas y mamparos a las paredes que habían derrocado e a otros portillos que habían hecho, y tomar consejo cómo y de qué manera podríamos pelear sin que recibiésemos tantos daños ni muertas; y en todo lo que platicamos no hallábamos remedio ninguno.

Pues también quiero decir las maldiciones que los de Narváez echaban a Cortés, y las palabras que decían, que renegaban dél y de la tierra, y aun de Diego Velázquez, que acá les envió; que bien pacíficos estaban en sus casas de la isla de Cuba; y estaban embelesados y sin sentido. Volvamos a nuestra plática, que fue acordado de demandarles paces para salir de México; y desque amaneció vienen muchos más escuadrones de guerreros, y muy de hecho nos cercan por todas partes los aposentos; y si mucha piedra y flecha tiraban de antes, mucho más espesas y con mayores alaridos y silbos vinieron este día; y otros escuadrones por otras partes procuraban de nos entrar, que no aprovechaban tiros ni escopetas, aunque les hacían harto mal. Y viendo todo esto, acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase desde una azotea, y les dijesen que cesasen las guerras y que nos queríamos ir de su ciudad; y cuando al gran Montezuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor: "¿Qué quiere de mí ya Malinche? Que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído." Y no quiso venir; y aun dicen que dijo que ya no le querían ver ni oír a él ni a sus falsas palabras ni promesas ni mentiras; y fue el padre de la Merced y Cristóbal de Olí, y le hablaron con mucho acato y palabras muy amorosas. Y díjoles el Montezuma: "Yo tengo creído que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la guerra, porque ya tienen alzado otro señor, y han propuesto de no os dejar salir de aquí con la vida; y así, creo que todos vosotros habéis de morir en esta ciudad.

" Y volvamos a decir de los grandes combates que nos daban, que Montezuma se puso a un pretil de una azotea con muchos de nuestros soldados que le guardaban, y les comenzó a hablar a los suyos con palabras muy amorosas, que dejasen la guerra, que nos iríamos de México; y muchos principales mexicanos y capitanes bien le conocieron, y luego mandaron que callasen sus gentes y no tirasen varas ni piedras ni flechas, y cuatro dellos se allegaron en parte que Montezuma les podía hablar, y ellos a él, y llorando le dijeron: "¡Oh señor, e nuestro gran señor, y como nos pesa de todo vuestro mal y daño, y de vuestros hijos y parientes! Hacémoos saber que ya hemos levantado a un vuestro primo por señor"; y allí le nombró cómo se llamaba, que se decía Coadlabaca, señor de Iztapalapa; que no fue Guatemuz, el cual desde a dos meses fue señor. Y más dijeron, que la guerra que la habían de acabar, y que tenían prometido a sus ídolos de no lo dejar hasta que todos nosotros muriésemos; y que rogaban cada día a su Huichilobos y a Tezcatepuca que le guardase libre y sano de nuestro poder, e como saliese, como deseaban, que no lo dejarían de tener muy mejor que de antes por señor, y que les perdonase. Y no hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros le arrodelaban; y como vieron que entre tanto que hablaba con ellos no daban guerra, se descuidaron un momento del rodelar, y le dieron tres pedradas e un flechazo, una en la cabeza y otra en un brazo y otra en una pierna; y puesto que le rogaban que se curase y comiese, y le decían sobre ello buenas palabras, no quiso; antes cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto. Y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados; e hombres hubo entre nosotros, de los que le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue como si fuera nuestro padre; y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era; y decían que había diez y siete años que reinaba, y que fue el mejor rey que en México había habido, y que por su persona había vencido tres desafíos que tuvo sobre las tierras que sojuzgó.

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