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Amenazas que hacían a nuestros españoles los de Tlaxcallan Aquéllos estaban feroces y habladores, y decían entre sí: "¿Qué gente poca y loca es ésta que nos amenaza sin conocernos, y se atreve a entrar en nuestra tierra sin licencia y contra nuestra voluntad? No vayamos a ellos tan de prisa; dejémoslos descansar, que tiempo tenemos de tomarlos y atarlos. Enviémosles de comer, que vienen hambrientos, no digan después que les tomamos por hambre y por cansados". Y así, les enviaron luego trescientos gallipavos y doscientas cestas de bollos de centli, que es su pan ordinario, que pesaban más de cien arrobas; lo cual fue gran refrigerio y socorro para la necesidad que tenían. Al cabo de poco rato dijeron: "Vamos a ellos que ya habrán comido, y nos los comeremos, y nos pagarán nuestros gallipavos y nuestras tortas, y sabremos quién les mandó entrar aquí; y si es Moctezuma, que venga y los libre; y si es su atrevimiento que lleven el pago". Estas y parecidas amenazas y liviandades hablaban entre sí unos con otros, viendo tan poquitos españoles delante, y no conociendo aún sus fuerzas y coraje. Aquellos cuatro capitanes enviaron luego hasta dos mil de Sus más esforzados hombres y soldados viejos al campamento, a tomar a los españoles sin hacerles mal; y si tomasen armas y se defendiesen, que los atasen y trajesen por la fuerza, o los matasen; mas ellos no querían, diciendo que ganarían poca honra en meterse todos con tan poca gente. Los dos mil pasaron el barranco, y llegaron a la torre atrevidamente.

Salieron los de a caballo, y tras ellos los de a pie; y a la primera arremetida les hicieron conocer cuánto cortaban las espadas de hierro; y a la segunda les mostraron para cuánto eran aquellos pocos españoles que poco antes ultrajaban; y a la otra, les hicieron huir gentilmente los que ellos venían a prender. No escapó hombre de ellos, sino los que acertaron el paso del barranco. Corrió entonces la demás gente con grandísima gritería hasta llegar al real de los nuestros, y sin que les pudiesen resistir, entraron dentro muchos de ellos, y anduvieron a cuchilladas y brazos con los españoles, los cuales tardaron un buen rato en matar y echar fuera a aquellos que entraron, saltando el valladar; y, estuvieron peleando más de cuatro horas con los enemigos, antes de que pudiesen hacer plaza entre el valladar y los que combatían, y al cabo de aquel tiempo aflojaron grandemente, viendo los muchos muertos de su parte y las grandes heridas, y que no mataban a nadie de los contrarios aunque no dejaron de hacer algunas arremetidas hasta que fue tarde y se retiraron; de lo que mucho se alegró Cortés y los suyos, que tenían los brazos cansados de matar indios. Más alegría tuvieron aquella noche los nuestros que miedo, por saber que con la oscuridad no pelean los indios; y así, descansaron y durmieron más a placer que hasta allí, aunque con buen recaudo en las estancias, y muchos vigilantes y escuchas por todas partes. Los indios, aunque echaron de menos a muchos de los suyos, no se tuvieron por vencidos, según lo que después mostraron.

No se pudo saber cuántos fueron los muertos, pues ni los nuestros tuvieron tiempo para ello, ni los indios cuenta. Al otro día por la mañana salió Cortés a talar el campo, como la otra vez, dejando la mitad de los suyos guardando el campamento; y por no ser sentido antes de hacer el daño, partió antes del día. Quemó más de diez pueblos, y saqueó uno de tres mil casas, en la cual había poca gente de pelea, porque estaban en la junta. Todavía pelearon los que estaban dentro y mató a muchos de ellos. Le prendió fuego, y volvióse a su fuerte sin mucho daño y con mucha prisa, a mediodía, cuando ya los enemigos cargaban a más andar para despojarle y dar en el campamento; los cuales vinieron después como el día antes, trayendo comida y fanfarroneando. Pero, aunque combatieron el real y pelearon cinco horas, no pudieron matar ningún español, muriendo infinidad de los suyos, que, como estaban apretados, hacía destrozo en ellos la artillería. Quedó por ellos el pelear, y por los nuestros la victoria. Pensaban que estaban encantados, pues no les dañaban sus flechas. Luego, al día siguiente, enviaron aquellos señores y capitanes tres clases de cosas en presente a Cortés; y los que las trajeron le decían: "Señor, veis aquí cinco esclavos: si sois dios bravo, que coméis carne y sangre, comeos éstos, y traeremos más; si sois dios bueno, he aquí incienso y pluma; si sois hombre, tomad aves, pan y cerezas". Cortés les dijo que él y sus compañeros eran hombres mortales, ni más ni menos que ellos; y que, pues siempre les decía verdad, por qué trataban con él mentira y lisonjas; y que deseaba ser su amigo; y que no fuesen locos ni porfiados en pelear, pues recibirían siempre muy gran daño, y que ya veían cuántos mataban de ellos sin morir ninguno de los españoles.

Con esto los despidió; mas no por eso dejaron de venir después más de treinta mil a tentar las corazas a los nuestros a su propio campamento, como en días anteriores; pero se volvieron descalabrados como siempre. Es aquí de saber que aunque llegaron el primer día todos los de aquel gran ejército a combatir nuestro campamento y a pelear juntos, los otros siguientes no llegaron así, sino cada cuartel por sí, para repartir mejor el trabajo y mal por todos, y para que no se embarazasen unos a otros con tanta multitud, pues no habían de pelear sino pocos y en lugar pequeño, y aun por esto eran más recios los combates y batallas; pues cada apellido de aquéllos pugnaba por hacerlos más valientes, para ganar más honra si matasen o prendiesen algún español; pues les parecía que todo su mal y vergüenza lo recompensaba la muerte o prisión de un solo español; y también es de considerar sus convites y peleas, porque, no sólo estos días hasta aquí, sino ordinariamente durante los quince días o más que estuvieron allí los españoles, ora peleasen, ora no, les llevaban unas tortillas de pan, gallipavos y cerezas; mas, sin embargo, no lo hacían por darles de comer, sino por saber qué daño habían hecho ellos, y qué ánimo tenían los nuestros o qué miedo; y esto no lo entendían los españoles, y siempre decían que los de Tlaxcallan, de los cuales eran ellos, no peleaban, sino algunos bellacos otomíes que andaban por allí desmandados, que no reconocían superior por ser de unas behetrías que estaban detrás de las sierras, que mostraban con el dedo.

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